POR HAMBRE ORDENAN MATAR A LOS PERROS EN COSTA RICA
Hubert Solano
hubertsolano@gmail.com
Cualquier costarricense medianamente informado sobre los albores de este país, sabe de la situación de pobreza extrema en que vivieron sus habitantes. Pocos, muy pocos, conocen que por motivo de la hambruna hubo que ordenar la matanza de todos los perros -los mejores amigos del hombre- hace 327 años.
Durante el régimen colonial español, la Provincia de Cartago fue sometida a un total aislamiento por diferentes causas, como la larga distancia que nos separaba del virreinato de Guatemala, la subordinación a León de Nicaragua, las luchas contra indígenas, las invasiones de piratas, las restricciones comerciales coloniales, y la falta de víveres y utensilios de labranza, lo cual mantuvo sumida a Costa Rica en un estado calamitoso, sin medios de educación y sin recursos necesarios para la vida.
“La Noche de San Bartolomé” para la canófila tica aconteció en julio de 1781, cuando el gobernador interino de Cartago, don Juan Flores, dictó orden de sacrificar masivamente a dichos mamíferos carnívoros domésticos. Mandó eliminarlos por “excesivo número y porque los víveres de que dispone el pueblo para su alimentación son insuficientes”.
A pesar del hambre que cundía entre nuestros ancestros, las autoridades no ordenaron matar a los perros para comerlos, sino para economizar la comida que la gente les suministraba, aunque fueran sobras. Así fue como tal medida extrema no se tomó por carnívoros motivos humanos, ni por lo que en el futuro se justificaría como una campaña contra la rabia u otras enfermedades y parásitos que los canes pueden transmitir a las personas. .
Los perros ingresaron a Costa Rica prácticamente desde las primeras expediciones del descubrimiento y conquista, en el siglo XVI. En un principio fueron utilizados como animales de presa para cazar a los aborígenes, a los cuales descuartizaban. Los mastines y dogos, perros de presa, eran suficientemente fuertes para luchar contra las fieras y por ende podían matar rápidamente a los indios.
En otros lugares de América, los perros eran alimentados por lo españoles lanzándoles los bebés de los indígenas, como lo denunciaron el fraile Francisco de Vitoria y el padre de Las Casas.
A la llegada de los conquistadores había perros de razas americanas, pero estos no sabían ladrar. Aprendieron a ladrar cuando se relacionaron con las razas europeas de perros. De ahí que los españoles a los de aquí los llamaban “perros mudos”. El ladrar fue una adquisición de la vida doméstica.
De acuerdo con Fernández de Oviedo, el Gran Cronista de América, los indígenas de Nicoya tenían como manjar a una clase de esos perros - que se extinguió- muy parecidos a las nutrias y que podrían ser equivalentes a los que actualmente se conocen como Chau o perro comestible de China.
Años después de la llegada de los españoles, aparecen en América los perros cimarrones, o sea salvajes. Procedieron de los perros que trajeron los conquistadores.
Los cánidos, domesticados desde la prehistoria y descendientes de lobos y chacales, durante los inicios de la conquista aquí, fueron muy apreciados por su valentía, por su fino olfato, por ser uno de los animales más inteligentes y leales al hombre, así como por socorrer y defender al amo.
Tal y como habla La Biblia sobre los perros parias o vagabundos, en Costa Rica en la colonia también hubo problemas de excesivo número, pues así lo señaló el gobernador Juan Flores en su brutal mando, al mejor estilo y corte de Herodes.
La medida del gobernador, no obstante la hambruna, no fue aceptada de muy buena gana por las entonces escasas 300 familias que habitaban en Cartago, Currirava, Aserrí, San Bartolomé de Barba y en otros pueblos antiguos y campos como Ujarrás, Cot, Tobosi, Quircot, Laborios, Tucurique y San Juan de Atirro.
Para protegerlos del cuchillo, algunos escondieron los perros en apartados lugares entre los montes. Pero los ladridos cuando se acercaba alguna persona o animal, los delataron, y hasta ahí corrían las autoridades para sacrificarlos. Con un puñal les cortaban la yugular para que murieran desangrados, rápidamente.
Nuestros ancestros apreciaban mucho a los llamados “perros alforjeros”, una especie de los que ahora se conocen como “zaguates”, a los cuales les enseñaban a quedarse en el rancho cuidando las alforjas, donde guardaban los apreciados alimentos que podían ser devorados por otros bichos y, principalmente, por animales “de dos patas”. Eran unas verdaderas fieras gruñendo y ladrando para dar aviso al amo.
Así como Cartago estuvo durante muchos años sin barbero, médico, cirujano, botica y hasta comerciando con semillas de cacao porque no había monedas, llegando a tal punto de pobreza que en esa ciudad no hubo cabildo entre 1755 y 1777, así desaparecieron por mucho tiempo los perros.
Fue hasta mucho después que esos animales volvieron a verse por nuestras calles empedradas, tras comenzar a mejorar la economía con las pocas y difíciles exportaciones de sebo, mulas, tabaco y, principalmente, con las ventas clandestinas de cacao y el comercio ilícito con los piratas en el puerto de Matina, Limón, donde solapadamente participaban hasta el gobernador y los miembros de las más distinguidas familias de la Vieja Metrópoli, sin importarles un bledo las estrictas leyes del Rey de España que prohibían tajantemente esas actividades comerciales.
ORÍGENES REFRANEROS
Además de apreciados por su vista penetrante y fino olfato en faenas de montería y cacería, estos rastreros sabuesos dieron origen en la vieja Cartago a una serie de refranes que aún hoy día, cinco siglos después, son de frecuente uso en la tradición popular costarricense:
- “Al perro flaco se le pegan todas la pulgas”, da a entender que el pobre, mísero y abatido, le afligen todos los males y adversidades.
- “Perro que ladra, no muerde”, el cual enseña que los que hablan mucho, hacen poco.
- “Muerto el perro, acabada la rabia”, cesando una causa, cesan con ella sus efectos.
- “Ládreme perro y no me muerde”, significa que no son temibles las amenazas cuando hay seguridad de que no tendrán cumplimiento.
- “Perros que no teniendo a quien morder, uno a otro se muerden”: los maldicientes, cuando no tienen de quien decir mal, de si mismos lo dicen. Y significa también que los perversos se dañan mutuamente cuando no pueden dañar a otros.
Del habla popular cartaga desapareció para siempre otro dicho muy famoso que pronunciaban los abuelos: “Es un perro viejo”. Esto quiere decir, que es un hombre sumamente astuto, cauto, advertido y prevenido por la experiencia y difícil de engañar, hoy se conoce como un “zorro viejo”.
Para definir el aborrecimiento no hay nada mejor en Cartago que decir: “Son como perros y gatos”.
Unos tres siglos más tarde aparecería aquí la otra conocida expresión: “Le amarraron el perro”, que equivale a que alguien no pagó la deuda.
Los llamados “perros quitadores” son aquellos a los que se les enseña a quitar la caza a los otros para que no se la coman. Los “perros raponeros” son los empleados en la montería especialmente en la de zorras. Quizás este binomio, en la ancestral Cartago nació esa famosa meridiana expresión femenina referente a ciertos hombres que por donjuanescos habría que eliminarlos con extrinina:
¡Son unos perros!
Nota: Más datos sobre estos interesantes aspectos de la vida nacional de antaño. Los periodistas los pueden encontrar en los libros “Historia de Costa Rica”, de don León Fernández y en “Historia y Desarrollo de la Instrucción Pública de Costa Rica”, de don Luis Felipe González.