“Se nos ha hecho recordar (en especial por boca de Fishman) que en los tiempos del bipartidismo sí había gobernabilidad y se tomaban decisiones” puntualiza el analista.
Ese es un detalle particularmente llamativo del mencionado pacto, según se ha expresado en los discursos desde los cuales ha sido justificado. Se nos ha hecho recordar (en especial por boca de Fishman) que en los tiempos del bipartidismo sí había gobernabilidad y se tomaban decisiones para resolver los problemas del país. En contraposición se afirma que los días que corren son tiempos de “ingobernabilidad”; de disenso y fragmentación.
Hay aquí un serio problema en la forma como esta gente se representa la realidad a su alrededor. Quieren imaginar (o hacer creer) que la conflictiva Costa Rica actual surgió como de la nada o, si acaso, es fruto de la malignidad de gente díscola y malintencionada que les dio por crear multitud de partidos y diversas organizaciones sociales por el solo capricho de dificultar la “gobernabilidad” del país. La verdad es que, en rigor, esta Costa Rica plagada de problemas es, en medida considerable, el fruto maduro –a punto del desplome estrepitoso- del largo reinado bipartidista y su recetario neoliberal.
Hagamos un poquitín de memoria: el bipartidismo tiene su nacimiento a partir de ciertos acuerdos, en los primeros años ochentas, entre el entonces presidente Luis Alberto Monge y el señor Calderón Fournier, líder de la naciente agrupación política llamada Unidad. Ello sentó las bases del esquema partidista bicéfalo que rápidamente se consolidó en los siguientes años.
Si incluimos la administración Monge Álvarez (en que ya se empezó a operar efectivamente ese mecanismo) hubo cinco períodos gubernamentales de signo nítidamente bipartidista: Monge, Arias, Calderón, Figueres Olsen y Rodríguez. El esquema sufre una primera ruptura significativa durante el gobierno de Abel Pacheco (2002-2006) con la emergencia del PAC como una tercera fuerza de relativo peso.
Vinieron los escándalos de corrupción que salieron a la luz pública durante este último período gubernativo, y en los cuales, como sabemos, aparecían implicados -junto a otros caraduras de menor entidad- dos expresidentes salidos del Partido Unidad. Este quedó literalmente devastado. Es igualmente conocido que ello favoreció momentáneamente al PAC. En conjunto con otros factores -particularmente la presencia de dos elementos polarizantes: OAS como candidato liberacionista y el TLC- se configuró una coyuntura que pudo haber llevado al PAC al gobierno. Al cabo, fue una posibilidad desperdiciada por la falta de olfato político y el déficit de coraje en ciertos liderazgos de ese partido.
Mientras tanto, el panorama político se complejizaba. La izquierda no logró recomponerse y su participación en el escenario electoral ha seguido siendo marginal, si bien con representantes parlamentarios de primer nivel. La derecha ultraneoliberal consolidó un proyecto de medio ver –descarnadamente cínico en su propuesta política- a través del llamado Partido Libertario. El fundamentalismo pentecostal incursionó en el mundo de la política a fin de apuntalar sus negocios rentablemente alimentados por la promoción del fanatismo religioso, y algunas excentricidades folclóricas –como el PASE- echaron raíces en ese terreno abonado de frustraciones y desconfianza que ha devenido el panorama político nacional.
El caso es que el bipartidismo creó las condiciones que lo debilitaron y, eventualmente, lo destruyeron. Y ello básicamente de tres formas.
Primero, a través del inflamiento de expectativas en campañas electorales recargadas de promesas demagógicas que luego desembocaban en la frustración cuando la mayor parte de lo ofrecido se evidenciaba pura patraña.
Segundo, en virtud de las manifestaciones de corrupción con que se prodigaban los gobiernos bipartidistas.
Tercero, y posiblemente el factor principal, en virtud de las múltiples fallas de la estrategia neoliberal impulsada con notable unanimidad bipartidista, las cuales se hacían manifiestas –ya desde finales de los noventas e inicios del nuevo siglo- en múltiples frentes: desde la creciente ineficacia de la institucionalidad pública resultante del progresivo desmantelamiento del que fue víctima, hasta la persistencia de altos índices de pobreza y un ahondamiento gradual pero indetenible de la desigualdad y polarización social.
Y, sin embargo, al cabo ningún “partido” ha crecido tanto como el de las población sin partido alguno, lo cual es especialmente cierto entre las personas jóvenes, lo que hace prever que, con el tiempo, el problema tenderá a agudizarse. Ello resulta más llamativo en un contexto en que el derrumbe de la Unidad y los evidentes despistes políticos de los partidos opuestos al neoliberalismo, dejan todo listo para que se evolucione hacia un esquema tipo PRI mexicano, bajo control del PLN. Pero aún cuando esto último es muy factible (véase mi artículo: Hacia un tercer gobierno de Liberación), en todo caso lo que tendríamos sería una suerte de hegemonía precaria por parte del PLN, cuyos gobiernos enfrentarían situaciones de grave deslegitimación frente a sectores sustanciales de la población. De hecho, de seguir gobernando -como es probable que lo haga- ese partido tan solo contará con el apoyo de un 30% del electorado, a veces un poco más o un poco menos. Esa es la magia de nuestra limitada democracia electoral, donde el partido-menos-minoritario gobernaría, aún cuando la opinión de la mayor parte de la población le sea ajena e incluso abiertamente hostil.
Pero conviene tener presente que el problema de deslegitimación del que hablo no se limita al actual y eventuales gobiernos futuros del PLN. Es un problema que afecta al sistema en su conjunto. Es la institucionalidad democrática de Costa Rica la que, integralmente, se encuentra bajo la sombra de la duda.
Y ello, en último término, es quizá el mayor “éxito” que podemos reconocerle al proyecto neoliberal criollo entusiastamente impulsado durante veinte años por el bipartidismo de Chinchilla, Calderón y Fishman, en sus afanes por subordinar esta pequeña sociedad centroamericana a los salvajes imperativos de la globalización neoliberal. Pero ya eso es material para otro artículo.
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