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Los problemas religiosos para entender la diversidad sexual
Hace ya bastante tiempo publiqué algunos artículos sobre este tema, los cuales provocaron insultos directos de algunos lectores (matar al mensajero… no poner atención al mensaje), y muy pocos comentarios positivos, que indicaban que –al menos- un pequeño grupo había entendido el mensaje y se había logrado el propósito arriesgado de hablar sobre un tema “tabú”.
El primer comentario que realicé era que no existe una posición inocente y objetiva sobre la homosexualidad, que es el término que se utiliza en el plano del psicoanálisis para clasificar las diversas manifestaciones del mismo, lo cual ha demostrado la imposibilidad de obtener una perfecta neutralidad en este campo. Siempre están presentes, de una manera o de otra, nuestros propios conflictos, anhelos, temores, traumas y represiones frente a la cuestión homosexual, suscitando toda clase de fantasmas individuales y colectivos. Y ello se refleja en las conductas individuales y sociales, en la actitud de las autoridades públicas, en la legislación existente relacionada con el concepto de familia, y en la persecución que determinadas agrupaciones religiosas realizan contra los individuos y los colectivos que agrupan la diversidad sexual.
Algo poderosamente destructivo parece anidar en las posiciones personales y colectivas, como señala C. Domínguez M. En el ámbito personal, parece como si por siempre permaneciera el riesgo de poner en peligro la imagen psico-sexual del hombre o mujer que, tan laboriosamente, hemos ido conquistando y defendiendo en la estructura sicológica individual que no es más que el producto de la formación recibida desde niños. En el ámbito social, parece como si todo se tambalease en la consideración del modo de vivir la sexualidad al margen de la celosamente protegida institución familiar, tal y como la conocemos y está plasmada en la legislación que rige a nuestro país.
Todo parece indicar –sin embargo- que hoy se opera un cambio notable en el modo de afrontarse la cuestión en países de mayor desarrollo sociocultural, no como el nuestro: aldeano, beato e ignorante. Y si bien es cierto que en algunos momentos pareciera que podemos hablar sobre el tema sin problemas, al final reconocemos que es una actitud ingenua, porque resulta sumamente difícil permanecer indiferentes ante un fenómeno social que a través de la historia ha sido calificado como “pecado horrendo”, “crimen nefando”, “terrible perversión” o “enfermedad grave y contagiosa”, para señalar solamente algunos de los epítetos usualmente utilizados.
El segundo comentario se refería a que desde la perspectiva abierta por el psicoanálisis, en consonancia con datos procedentes de otras disciplinas, la sexualidad humana parece haberse alejado, y con mucho, de la rígida determinación del instinto biológico y de su objetivo primario de la procreación. La biografía individual viene a constituirse en el elemento básico de configuración y estructuración psicosexual de cada persona, como búsqueda de una satisfacción cuyo objeto se irá determinando tan sólo a partir de esa misma historia y que se revelará finalmente.
Es así que el discurso post-freudiano sobre la homosexualidad ha llegado a revestir tal confusión, tales contradicciones, tal falta de rigor científico, tal impregnación de prejuicios y actitudes defensivas u ofensivas, que hacen nacer la sospecha de que detrás de ello se oculta una cierta imposibilidad teórica, fruto de la falsificación de uno de los presupuestos o de una insuficiente clarificación de los mismos. De hecho, el psicoanálisis parece estar hoy todavía muy lejos de ofrecer una teoría consistente, mínimamente unitaria y totalizadora de la homosexualidad.
Así pues, la descalificación de la homosexualidad como enfermedad no debe, sin embargo, inducir a errores. No debe entenderse por ello que se dispone ya de una justificación para admitir como sana cualquier manera de vivirse dicha orientación, ya que dentro de ella caben muchos modos perversos y neuróticos de conducirse, como también sanos y equilibrados. Por ello es que quizá ciertos colectivos homosexuales, reaccionando ante las vejaciones de todo tipo que han padecido a los largo de la historia, se encuentren ahora demasiado poco dispuestos a aceptar las dimensiones problemáticas que se puedan advertir en su propio modo de vivir el mundo afectivo. Y presento algunos ejemplos: los curas pederastas y practicantes de la homosexualidad atentan más contra su voto de castidad que contra sus necesidades y tendencias sexuales. Pero una perversidad es evidente en la pederastia, que implica temor, explotación, aprovechamiento y cobardía; cuando no tanto en la libre actuación sexual de adultos conscientemente aceptada.
Finalmente, señalaba que en la medida que el avance científico va develando más dimensiones de la orientación homosexual, la opinión general sobre la misma va reconsiderando buena parte de sus juicios y actitudes tradicionales, pero solamente al nivel de quienes tiene cierto nivel intelectual y una mente abierta al conocimiento, porque los fanáticos, por un lado, y la turba ignorante, por el otro, es más difícil que cambien. Todo el conjunto de datos que van ofreciendo las ciencias ponen, de hecho, en evidencia las deformaciones, desenfoques y racionalizaciones que unos discursos socio-políticos, morales, y religiosos, que a lo largo de la historia dieron pie a la persecución, la marginación y, también, a unas graves sicopatías y conflictos en perseguidores y perseguidos. Su fundamento no fue sino el de la ignorancia.
Sin embargo, es necesario reconocer que el fantasma no ha sido totalmente exorcizado, ni mucho menos, pero hoy asistimos a un indudable e importante cambio de opinión que se extiende progresivamente entre las diversas capas del discurso social, porque revisan en la actualidad sus posiciones tradicionales y se abren nuevas perspectivas y enfoques para analizar el tópico.
Hace pocos días se viene informado a través de los medios de comunicación masiva que un diputado que representa los grupos religiosos llamados “cristianos” (en contraposición a los “católicos”) arreció una batalla personal y virulenta que viene dando desde hace tiempo en el seno de la comisión legislativa que lo analiza, contra de un proyecto de ley que permitiría una cierta forma de legalización de las uniones de personas del mismo sexo, como una manera de paliar –no de erradicar- la discriminación hacia este tipo de personas y de devolverles sus derechos humanos, que les han sido conculcados social y legalmente.
Además de grosera, inculta, ridícula y absolutamente asombrosa, esta posición y las expresiones vertidas por el diputado demuestran un fundamentalismo religioso rayano en la ignorancia más aberrante. Pero no podría esperarse menos de un miembro de la Asamblea Legislativa, pues allí se encuentran todas las muestras de las lacras sociales que se pueden percibir en el conjunto de la sociedad costarricense, incluyendo la más vergonzosa de todas, la mediocridad.
El tema es altamente delicado, por las pasiones irracionales que desata, y debido a que no soy un especialista en él, me tomé el cuidado de buscar despaciosamente algún texto que aclarara el peligro que implica una postura fundamentalista religiosa mezclada con el odio hacia aquellas personas que practican su actividad erótica de forma diferente, y por ello transcribo a continuación unos párrafos que me parecieron esclarecedores.
En una publicación titulada Fundamentalismo Religioso y Homofobia, el Dr. Luis N. Rivera Pagán, profesor emérito del Seminario Teológico de Princeton, señala de forma esclarecedora lo siguiente: El fundamentalismo nació dentro de la tradición evangélica estadounidense como un rechazo a cambios culturales que sectores religiosos conservadores catalogaban de modernismo, secularismo y alejamiento de las normas sociales ordenadas por Dios. Sus puntos de disputa y polémica han sido múltiples: las investigaciones históricas críticas de las escrituras sagradas, que ponen en duda las doctrinas de su inspiración divina, inerrancia e infabilidad; las interpretaciones metafóricas de ciertos dogmas teológicos (nacimiento virginal de Jesús, su resurrección, su retorno triunfal al cabo de los tiempos); el darwinismo y la teoría de la evolución, que parece afectar la visión de la creación narrada en el Génesis bíblico; la diversificación de las estructuras familiares y de relaciones entre parejas; la apelación al consenso social para regular los códigos jurídicos y las normas éticas comunitarias (Barr, 1978; Marsden, 2006).
Tras el triunfo de la revolución bolchevique, en 1917, y sobre todo tras la segunda guerra mundial, el anticomunismo fue tarjeta adicional de identidad. También ha combatido enérgicamente el ecumenismo, percibido, a la luz de textos bíblicos apocalípticos, como esquema diabólico de pervertir la genuina tradición cristiana. Los fundamentalistas se perciben como guerreros de la fe; cruzados del cristianismo evangélico ortodoxo.
El fundamentalismo se inició en la sociedad estadounidense durante la segunda década del siglo veinte como una reacción de repudio a nuevas tendencias dentro de los estudios bíblicos y la teología: los análisis críticos históricos y literarios de las escrituras sagradas judeocristianas y las interpretaciones alternas y heterodoxas de dogmas como dijimos arriba, de la Trinidad, el nacimiento virginal de Jesús, su resurrección, su retorno triunfal al cabo de los tiempos, entre otros. Diversos autores protestantes conservadores publicaron entre 1910 y 1915 una serie de tratados bajo el título general de Los fundamentos (The Fundamentals) (Torrey et al., 1994). Esos tratados tuvieron, gracias al apoyo financiero de algunos acaudalados magnates, amplia difusión y generaron polémicas intensas y amargas en el seno de las agrupaciones religiosas y eclesiásticas. De su título – Los fundamentos - nació la designación del movimiento: fundamentalismo.
Se trataba de defender los fundamentos tradicionales de la fe cristiana del temido efecto revisionista de los análisis críticos bíblicos y la teología liberal y modernista. Pero, esos debates teológicos, al interior de las iglesias, se acompañaron pronto de otra preocupación: el preservar la cultura y civilización cristiana occidental de los supuestos efectos nocivos germinados por la creciente secularización de la sociedad. De ahí, por ejemplo, las fuertes batallas contra las teorías de la evolución de la especie humana, el feminismo y sus reclamos de igualdad para la mujer, incluyendo los derechos reproductivos de la mujer y su posible ordenación al ministerio o sacerdocio, y los reclamos de reconocimiento civil y dignidad social de la comunidad LGBT.
Las iglesias y agrupaciones religiosas constituyen elementos sociales importantes y, por consiguiente, tienen pleno derecho a participar en los debates públicos sobre asuntos como los que acabo de mencionar. Sin embargo, hay tres potenciales peligros en esa participación cuando se enarbola como bandera de batalla ideológica la voluntad divina tal como se expresa en la Biblia, considerado texto inspirado e infalible.
El primero tiene que ver con la naturaleza consensual y dialógica de la sociedad democrática moderna. Esa característica requiere el intercambio, en ocasiones conflictivo, entre perspectivas y visiones muy distintas sobre las normas que deben imperar en una sociedad plural. Ese diálogo/debate se vulnera cuando una de la partes reclama representar la inviolable voluntad divina. Tal atribución unilateral de sacralidad compulsoria en la legislación (“Dios rechaza el empleo de métodos artificiales de controlar la natalidad, por tanto el Estado debe prohibirlos”; “Dios rechaza el divorcio, por tanto el Estado debe prohibirlo”; “Dios rechaza la conducta homosexual, por tanto el Estado debe prohibirla”) amenaza seriamente el clima de diálogo que debe regir en una genuina sociedad democrática pluralista. En un ambiente donde impera la diatriba amarga, la intolerancia dificulta el indispensable entendimiento y respeto recíprocos.
El segundo peligro potencial que conlleva esa actitud fundamentalista es el serio perjuicio y menoscabo que puede causar a muchos seres humanos. Cuando se citaban ciertos versículos bíblicos para aprobar o decretar legislación que inhibía el derecho de las mujeres a igual participación social, se laceraba gravemente al sector femenino de la población. Al impedirse el reconocimiento pleno de los derechos civiles y humanos de las personas de diversas orientaciones sexuales, porque supuestamente Dios así lo ordena, se les causa a éstas profundo dolor y sufrimiento. Se les menoscaba sus derechos ciudadanos y también su dignidad humana.
Los fundamentalistas, a pesar de sus piadosas jeremiadas, han mostrado poca solidaridad y compasión con los seres humanos que sufren persistente oprobio y humillación por su diversa orientación sexual. Es digna de leerse la novela del puertorriqueño Ángel Lozada La patografía (1998), una emotiva reflexión literaria sobre los estigmas y sufrimientos que padecen los homosexuales a causa de la homofobia eclesiástica. Manifiesta dramáticamente la ofensiva manera en que muchas comunidades religiosas tratan a homosexuales, "gays" y lesbianas, como “pervertidos” que, alegan esos grupos fundamentalistas devotos, repudian la voluntad divina. Expresa, sobre todo, algo significativo y crucial: el sufrimiento agudo y profundo que las actitudes de intolerancia y discrimen de iglesias y agrupaciones religiosas fundamentalistas infligen a las personas de orientaciones sexuales diversas. Escudados en su idolatría de la letra sagrada, esas iglesias y agrupaciones religiosas transforman el evangelio de la gracia divina en régimen de represión y exclusión, sin tomar en cuenta su grave responsabilidad en el hondo dolor que causan.
El tercer peligro es más de índole teológica. Al invocar a Dios para combatir la teoría de la evolución, la abolición de la esclavitud, la igualdad social de la mujer, sus derechos reproductivos o la validez antropológica, moral y jurídica de las diversas orientaciones sexuales, se atribuye a la deidad la responsabilidad última de esas represiones sociales. Se condena a Dios al triste papel de Gran Inquisidor. Se le transforma de generoso espíritu creador, sostenedor y redentor de la humanidad y el cosmos, en príncipe de tinieblas que intenta mantener a los seres humanos bajo despótico y represivo dominio. Lo irónico es que esta grave injuria a Dios la cometen quienes se proclaman a sí mismos como sus más fieles y devotos creyentes.
Todo lo anterior deja muy mal parado al diputado que se ha convertido a sí mismo en profeta e inquisidor de la hecatombe social que, según él, se causaría en el país si se aprueba una ley que solamente a medias restablece un poco de justicia y equidad a un conglomerado social. Y me pregunto ¿Qué autoridad moral tiene el susodicho personaje para erigirse en juez e intérprete de la voluntad divina? ¿Las barbaridades que están consignadas en el libro histórico de un pueblo del cercano oriente convertido en palabra divina? ¿Alguna conexión especial entre este obscuro y vil personaje y la divinidad?
¡Por favor! Entre las curiosidades que hemos contemplado en ese circo llamado Asamblea Legislativa, fiel reflejo de la mascarada social que es este país, las actitudes mesiánicas de este engendro de irracionalidad se gana todos los premios.
Por otro lado, en un fragmento del capítulo ocho del libro “Qué dice la Biblia realmente acerca de la Homosexualidad” (What the Bible Really Says About Homosexuality) el Doctor Daniel A. Helminiak, Ph. D. (Millenium Edition, Alamo Square Press, New Mexico, 2000.) señala que no existe registro alguno de palabras de Jesús sobre relaciones homosexuales, ni en los Evangelios canónicos, ni en los llamados “evangelios gnósticos” descubiertos en Nag Hammadi en 1945. Este es un hecho revelador. Como sugiere Víctor Furnish, esto implica que Jesús no tenía nada en particular que decir sobre el tema, y que la homosexualidad no era un asunto que preocupara a la naciente Iglesia, que fue la que preservó sus discursos. Sin sus declaraciones es imposible decir que es lo que Jesús pensaba sobre la homosexualidad. Pero en este caso sus acciones pueden hablar más alto que sus palabras, ya que tenemos una evidencia de que Jesús se encontró con una pareja homosexual masculina durante su ministerio, al centurión y su “siervo” enfermo, y no lo condenó.
Uno de los desafíos que la cuestión homosexual le plantea a la iglesia cristiana es, precisamente, el fundamentalismo bíblico. Con cierta frecuencia se citan textos bíblicos que aparecen en el Primer o Antiguo Testamento y en algunos escritos paulinos para condenar la homosexualidad. Resulta que en el campo de la sexualidad, hasta los teólogos más liberales y de izquierdas suelen ser un tanto fundamentalistas. Pues bien, enfrentar la cuestión de la homosexualidad en la Biblia nos desafía a revisar la lectura que hacemos de ella.
Quizá nadie lo plantee de manera más simple y profunda que Jairo del Agua (sacerdote español), cuando combatiendo el fundamentalismo dice: “Es muy importante caer en la cuenta de que toda la Escritura no es Palabra. Más bien la Palabra discurre entre la Escritura, la riega como un río de agua sanadora, fecunda, orientadora, que recorre una concreta historia humana (la de los judíos y primeros cristianos), durante un concreto tiempo. No podemos confundir el río con sus orillas agrestes, ni con sus monstruos, ni con la vegetación invasora. Hay que distinguir claramente entre el río y la historia que riega. En muchas ocasiones esa historia está habitada por hombres perversos, rudos, ignorantes, que tan pronto reniegan de Dios como le creen inspirador de sus propios crímenes.”
Algunos pasajes -totalmente secundarios que no explicitan el mensaje central del Primer Testamento- son pura bazofia y su lectura no es recomendable. Esa es la razón por la que la Biblia fue un libro prohibido o no divulgado durante muchos años. Conviene decirlo porque parece, que ahora, todo está bendecido por el hecho de estar en el Libro. Tampoco podemos pensar que la mano que escribe es sabia, incontaminada, guiada al dictado. Todo lo contrario. Está limitada por su personalidad, por su ambiente humano y material, por su nivel cultural, etc. Es decir, la Escritura no sólo está contaminada por la precariedad o bajura de la historia humana que describe, sino también por los subjetivismos y condicionamientos de quien la escribe. Esto ocurre de forma relevante en el primer o antiguo testamento porque el primitivismo era mayor y menor la evolución humana. Pero también puede afirmarse del nuevo testamento. Es más, esto ocurre y ocurrirá siempre, porque los humanos somos limitados e incapaces de agotar la Palabra. Sólo podemos recoger algunos de sus destellos para iluminar nuestra humana oscuridad.
En una entrevista realizada al Pbro. Raúl Lugo Rodríguez por Lorena Aguilar Aguilar, para Kaos en la Red, se señala lo siguiente. No hay un solo pasaje en los evangelios que pueda interpretarse en ese sentido sin falsear gravemente el texto y su contexto. Por otro lado, la constancia con que los evangelios canónicos hacen referencia al hecho de que Jesús nunca rechazó a nadie, que se acercó a las personas que eran despreciadas y marginadas en su tiempo, que tenía una intención clara de reintegrar a quienes eran marginados o excluidos de sus comunidades, que lo caracterizan como una persona esencialmente misericordiosa, pero que luchaba a brazo partido contra quienes utilizaban la religión para marginar y excluir y que, precisamente por eso, recibió amenazas y fue finalmente ajusticiado, todo ello indica que el Jesús que nos transmiten los evangelios no condenó nunca la homosexualidad ni a las personas homosexuales, aunque esta afirmación pueda parecer un anacronismo, pues el concepto de “persona homosexual” es bastante reciente.
Desde luego que esto no quiere decir que el campo de la sexualidad sea un campo ajeno al seguimiento de Jesús. La dignidad de la persona, el respeto a las diversidades, la justicia y la equidad en las relaciones interpersonales, son todos valores que entran en juego en el ejercicio de la sexualidad. Cuando la iglesia recomienda relaciones humanas y no cosificantes, respetuosas y no impositivas, fieles y no mentirosas, no hace otra cosa que arrojar una luz de evangelio sobre esta realidad que es tan decisiva para la felicidad de la persona. Reconocer la homosexualidad como una señal de diversidad que no tiene por qué merecer un calificativo moral negativo, y no implica que las personas homosexuales tengan necesariamente que ajustarse a los estándares morales cristianos en sus relaciones interpersonales.
Podríamos decir, en consecuencia, que hay dos realidades en confrontación. Por un lado, a pesar de que la discriminación a las personas homosexuales sigue estando presente en muchos países, el panorama actual marca una tendencia irreversible a su aceptación y al reconocimiento legal de la diversidad sexual como un hecho irrefutable. La cantidad de países que continúan considerando las relaciones entre personas del mismo sexo como delito a perseguir son cada vez menos. Por otro lado, se va llegando cada vez con más claridad a la concepción de que la democracia, para serlo cabalmente, tiene que ser ajena a la exclusión, a la marginación y a la desigualdad, asegurando el pleno ejercicio de los derechos y de las libertades de las personas. Este cambio que se está dando en la conciencia de los individuos y las colectividades. Se va abriendo paso una nueva concepción, que muchos llaman “cambio antropológico”, en el que las personas homosexuales comienzan a ser vistas, consideradas y tratadas, como personas diferentes, pero sin que esa diferencia marque una desigualdad en la dignidad y los derechos.
Todas las consideraciones anteriores, las citas de estudiosos y publicaciones serias, tienen la intención de aportar alguna información adicional para que, aquellos que luchan contra los monstruos de ignorancia y estupidez como el personaje citado, posean puntos de vista diferentes a la lacra del fundamentalismo cristiano, inhumano, absurdo, antidemocrático, y más propio de seres primitivos sumidos en una ignorancia insuperable, que de un representante de los ciudadanos en el primer poder de la república.
Lamentablemente, desde hace muchísimos años llegan a las curules de la Asamblea Legislativa ciertos personajes lamentables: ignorantes irremisibles, fundamentalista de diversas pintas, ladrones, corruptos, hipócritas y mentirosos, aunque de vez en cuando alguno se salva de estos epítetos. Así que no es de extrañar que el diputado que se dedica a hacer el papel de profeta de la debacle social, parezca más un payaso de circo que un ser pensante con la responsabilidad enorme que significa representar al pueblo y defender la ley y la justicia. Pero gracias a que el tiempo lo cura todo y las sociedades rectifican sus errores, aunque sea tardíamente, abrigamos la esperanza de que el tema se aborde científicamente, además de que con justicia, ponderación y buena voluntad. ¡Y que no priven los fundamentalismos religiosos irracionales¡
El primer comentario que realicé era que no existe una posición inocente y objetiva sobre la homosexualidad, que es el término que se utiliza en el plano del psicoanálisis para clasificar las diversas manifestaciones del mismo, lo cual ha demostrado la imposibilidad de obtener una perfecta neutralidad en este campo. Siempre están presentes, de una manera o de otra, nuestros propios conflictos, anhelos, temores, traumas y represiones frente a la cuestión homosexual, suscitando toda clase de fantasmas individuales y colectivos. Y ello se refleja en las conductas individuales y sociales, en la actitud de las autoridades públicas, en la legislación existente relacionada con el concepto de familia, y en la persecución que determinadas agrupaciones religiosas realizan contra los individuos y los colectivos que agrupan la diversidad sexual.
Algo poderosamente destructivo parece anidar en las posiciones personales y colectivas, como señala C. Domínguez M. En el ámbito personal, parece como si por siempre permaneciera el riesgo de poner en peligro la imagen psico-sexual del hombre o mujer que, tan laboriosamente, hemos ido conquistando y defendiendo en la estructura sicológica individual que no es más que el producto de la formación recibida desde niños. En el ámbito social, parece como si todo se tambalease en la consideración del modo de vivir la sexualidad al margen de la celosamente protegida institución familiar, tal y como la conocemos y está plasmada en la legislación que rige a nuestro país.
Todo parece indicar –sin embargo- que hoy se opera un cambio notable en el modo de afrontarse la cuestión en países de mayor desarrollo sociocultural, no como el nuestro: aldeano, beato e ignorante. Y si bien es cierto que en algunos momentos pareciera que podemos hablar sobre el tema sin problemas, al final reconocemos que es una actitud ingenua, porque resulta sumamente difícil permanecer indiferentes ante un fenómeno social que a través de la historia ha sido calificado como “pecado horrendo”, “crimen nefando”, “terrible perversión” o “enfermedad grave y contagiosa”, para señalar solamente algunos de los epítetos usualmente utilizados.
El segundo comentario se refería a que desde la perspectiva abierta por el psicoanálisis, en consonancia con datos procedentes de otras disciplinas, la sexualidad humana parece haberse alejado, y con mucho, de la rígida determinación del instinto biológico y de su objetivo primario de la procreación. La biografía individual viene a constituirse en el elemento básico de configuración y estructuración psicosexual de cada persona, como búsqueda de una satisfacción cuyo objeto se irá determinando tan sólo a partir de esa misma historia y que se revelará finalmente.
Es así que el discurso post-freudiano sobre la homosexualidad ha llegado a revestir tal confusión, tales contradicciones, tal falta de rigor científico, tal impregnación de prejuicios y actitudes defensivas u ofensivas, que hacen nacer la sospecha de que detrás de ello se oculta una cierta imposibilidad teórica, fruto de la falsificación de uno de los presupuestos o de una insuficiente clarificación de los mismos. De hecho, el psicoanálisis parece estar hoy todavía muy lejos de ofrecer una teoría consistente, mínimamente unitaria y totalizadora de la homosexualidad.
Así pues, la descalificación de la homosexualidad como enfermedad no debe, sin embargo, inducir a errores. No debe entenderse por ello que se dispone ya de una justificación para admitir como sana cualquier manera de vivirse dicha orientación, ya que dentro de ella caben muchos modos perversos y neuróticos de conducirse, como también sanos y equilibrados. Por ello es que quizá ciertos colectivos homosexuales, reaccionando ante las vejaciones de todo tipo que han padecido a los largo de la historia, se encuentren ahora demasiado poco dispuestos a aceptar las dimensiones problemáticas que se puedan advertir en su propio modo de vivir el mundo afectivo. Y presento algunos ejemplos: los curas pederastas y practicantes de la homosexualidad atentan más contra su voto de castidad que contra sus necesidades y tendencias sexuales. Pero una perversidad es evidente en la pederastia, que implica temor, explotación, aprovechamiento y cobardía; cuando no tanto en la libre actuación sexual de adultos conscientemente aceptada.
Finalmente, señalaba que en la medida que el avance científico va develando más dimensiones de la orientación homosexual, la opinión general sobre la misma va reconsiderando buena parte de sus juicios y actitudes tradicionales, pero solamente al nivel de quienes tiene cierto nivel intelectual y una mente abierta al conocimiento, porque los fanáticos, por un lado, y la turba ignorante, por el otro, es más difícil que cambien. Todo el conjunto de datos que van ofreciendo las ciencias ponen, de hecho, en evidencia las deformaciones, desenfoques y racionalizaciones que unos discursos socio-políticos, morales, y religiosos, que a lo largo de la historia dieron pie a la persecución, la marginación y, también, a unas graves sicopatías y conflictos en perseguidores y perseguidos. Su fundamento no fue sino el de la ignorancia.
Sin embargo, es necesario reconocer que el fantasma no ha sido totalmente exorcizado, ni mucho menos, pero hoy asistimos a un indudable e importante cambio de opinión que se extiende progresivamente entre las diversas capas del discurso social, porque revisan en la actualidad sus posiciones tradicionales y se abren nuevas perspectivas y enfoques para analizar el tópico.
Hace pocos días se viene informado a través de los medios de comunicación masiva que un diputado que representa los grupos religiosos llamados “cristianos” (en contraposición a los “católicos”) arreció una batalla personal y virulenta que viene dando desde hace tiempo en el seno de la comisión legislativa que lo analiza, contra de un proyecto de ley que permitiría una cierta forma de legalización de las uniones de personas del mismo sexo, como una manera de paliar –no de erradicar- la discriminación hacia este tipo de personas y de devolverles sus derechos humanos, que les han sido conculcados social y legalmente.
Además de grosera, inculta, ridícula y absolutamente asombrosa, esta posición y las expresiones vertidas por el diputado demuestran un fundamentalismo religioso rayano en la ignorancia más aberrante. Pero no podría esperarse menos de un miembro de la Asamblea Legislativa, pues allí se encuentran todas las muestras de las lacras sociales que se pueden percibir en el conjunto de la sociedad costarricense, incluyendo la más vergonzosa de todas, la mediocridad.
El tema es altamente delicado, por las pasiones irracionales que desata, y debido a que no soy un especialista en él, me tomé el cuidado de buscar despaciosamente algún texto que aclarara el peligro que implica una postura fundamentalista religiosa mezclada con el odio hacia aquellas personas que practican su actividad erótica de forma diferente, y por ello transcribo a continuación unos párrafos que me parecieron esclarecedores.
En una publicación titulada Fundamentalismo Religioso y Homofobia, el Dr. Luis N. Rivera Pagán, profesor emérito del Seminario Teológico de Princeton, señala de forma esclarecedora lo siguiente: El fundamentalismo nació dentro de la tradición evangélica estadounidense como un rechazo a cambios culturales que sectores religiosos conservadores catalogaban de modernismo, secularismo y alejamiento de las normas sociales ordenadas por Dios. Sus puntos de disputa y polémica han sido múltiples: las investigaciones históricas críticas de las escrituras sagradas, que ponen en duda las doctrinas de su inspiración divina, inerrancia e infabilidad; las interpretaciones metafóricas de ciertos dogmas teológicos (nacimiento virginal de Jesús, su resurrección, su retorno triunfal al cabo de los tiempos); el darwinismo y la teoría de la evolución, que parece afectar la visión de la creación narrada en el Génesis bíblico; la diversificación de las estructuras familiares y de relaciones entre parejas; la apelación al consenso social para regular los códigos jurídicos y las normas éticas comunitarias (Barr, 1978; Marsden, 2006).
Tras el triunfo de la revolución bolchevique, en 1917, y sobre todo tras la segunda guerra mundial, el anticomunismo fue tarjeta adicional de identidad. También ha combatido enérgicamente el ecumenismo, percibido, a la luz de textos bíblicos apocalípticos, como esquema diabólico de pervertir la genuina tradición cristiana. Los fundamentalistas se perciben como guerreros de la fe; cruzados del cristianismo evangélico ortodoxo.
El fundamentalismo se inició en la sociedad estadounidense durante la segunda década del siglo veinte como una reacción de repudio a nuevas tendencias dentro de los estudios bíblicos y la teología: los análisis críticos históricos y literarios de las escrituras sagradas judeocristianas y las interpretaciones alternas y heterodoxas de dogmas como dijimos arriba, de la Trinidad, el nacimiento virginal de Jesús, su resurrección, su retorno triunfal al cabo de los tiempos, entre otros. Diversos autores protestantes conservadores publicaron entre 1910 y 1915 una serie de tratados bajo el título general de Los fundamentos (The Fundamentals) (Torrey et al., 1994). Esos tratados tuvieron, gracias al apoyo financiero de algunos acaudalados magnates, amplia difusión y generaron polémicas intensas y amargas en el seno de las agrupaciones religiosas y eclesiásticas. De su título – Los fundamentos - nació la designación del movimiento: fundamentalismo.
Se trataba de defender los fundamentos tradicionales de la fe cristiana del temido efecto revisionista de los análisis críticos bíblicos y la teología liberal y modernista. Pero, esos debates teológicos, al interior de las iglesias, se acompañaron pronto de otra preocupación: el preservar la cultura y civilización cristiana occidental de los supuestos efectos nocivos germinados por la creciente secularización de la sociedad. De ahí, por ejemplo, las fuertes batallas contra las teorías de la evolución de la especie humana, el feminismo y sus reclamos de igualdad para la mujer, incluyendo los derechos reproductivos de la mujer y su posible ordenación al ministerio o sacerdocio, y los reclamos de reconocimiento civil y dignidad social de la comunidad LGBT.
Las iglesias y agrupaciones religiosas constituyen elementos sociales importantes y, por consiguiente, tienen pleno derecho a participar en los debates públicos sobre asuntos como los que acabo de mencionar. Sin embargo, hay tres potenciales peligros en esa participación cuando se enarbola como bandera de batalla ideológica la voluntad divina tal como se expresa en la Biblia, considerado texto inspirado e infalible.
El primero tiene que ver con la naturaleza consensual y dialógica de la sociedad democrática moderna. Esa característica requiere el intercambio, en ocasiones conflictivo, entre perspectivas y visiones muy distintas sobre las normas que deben imperar en una sociedad plural. Ese diálogo/debate se vulnera cuando una de la partes reclama representar la inviolable voluntad divina. Tal atribución unilateral de sacralidad compulsoria en la legislación (“Dios rechaza el empleo de métodos artificiales de controlar la natalidad, por tanto el Estado debe prohibirlos”; “Dios rechaza el divorcio, por tanto el Estado debe prohibirlo”; “Dios rechaza la conducta homosexual, por tanto el Estado debe prohibirla”) amenaza seriamente el clima de diálogo que debe regir en una genuina sociedad democrática pluralista. En un ambiente donde impera la diatriba amarga, la intolerancia dificulta el indispensable entendimiento y respeto recíprocos.
El segundo peligro potencial que conlleva esa actitud fundamentalista es el serio perjuicio y menoscabo que puede causar a muchos seres humanos. Cuando se citaban ciertos versículos bíblicos para aprobar o decretar legislación que inhibía el derecho de las mujeres a igual participación social, se laceraba gravemente al sector femenino de la población. Al impedirse el reconocimiento pleno de los derechos civiles y humanos de las personas de diversas orientaciones sexuales, porque supuestamente Dios así lo ordena, se les causa a éstas profundo dolor y sufrimiento. Se les menoscaba sus derechos ciudadanos y también su dignidad humana.
Los fundamentalistas, a pesar de sus piadosas jeremiadas, han mostrado poca solidaridad y compasión con los seres humanos que sufren persistente oprobio y humillación por su diversa orientación sexual. Es digna de leerse la novela del puertorriqueño Ángel Lozada La patografía (1998), una emotiva reflexión literaria sobre los estigmas y sufrimientos que padecen los homosexuales a causa de la homofobia eclesiástica. Manifiesta dramáticamente la ofensiva manera en que muchas comunidades religiosas tratan a homosexuales, "gays" y lesbianas, como “pervertidos” que, alegan esos grupos fundamentalistas devotos, repudian la voluntad divina. Expresa, sobre todo, algo significativo y crucial: el sufrimiento agudo y profundo que las actitudes de intolerancia y discrimen de iglesias y agrupaciones religiosas fundamentalistas infligen a las personas de orientaciones sexuales diversas. Escudados en su idolatría de la letra sagrada, esas iglesias y agrupaciones religiosas transforman el evangelio de la gracia divina en régimen de represión y exclusión, sin tomar en cuenta su grave responsabilidad en el hondo dolor que causan.
El tercer peligro es más de índole teológica. Al invocar a Dios para combatir la teoría de la evolución, la abolición de la esclavitud, la igualdad social de la mujer, sus derechos reproductivos o la validez antropológica, moral y jurídica de las diversas orientaciones sexuales, se atribuye a la deidad la responsabilidad última de esas represiones sociales. Se condena a Dios al triste papel de Gran Inquisidor. Se le transforma de generoso espíritu creador, sostenedor y redentor de la humanidad y el cosmos, en príncipe de tinieblas que intenta mantener a los seres humanos bajo despótico y represivo dominio. Lo irónico es que esta grave injuria a Dios la cometen quienes se proclaman a sí mismos como sus más fieles y devotos creyentes.
Todo lo anterior deja muy mal parado al diputado que se ha convertido a sí mismo en profeta e inquisidor de la hecatombe social que, según él, se causaría en el país si se aprueba una ley que solamente a medias restablece un poco de justicia y equidad a un conglomerado social. Y me pregunto ¿Qué autoridad moral tiene el susodicho personaje para erigirse en juez e intérprete de la voluntad divina? ¿Las barbaridades que están consignadas en el libro histórico de un pueblo del cercano oriente convertido en palabra divina? ¿Alguna conexión especial entre este obscuro y vil personaje y la divinidad?
¡Por favor! Entre las curiosidades que hemos contemplado en ese circo llamado Asamblea Legislativa, fiel reflejo de la mascarada social que es este país, las actitudes mesiánicas de este engendro de irracionalidad se gana todos los premios.
Por otro lado, en un fragmento del capítulo ocho del libro “Qué dice la Biblia realmente acerca de la Homosexualidad” (What the Bible Really Says About Homosexuality) el Doctor Daniel A. Helminiak, Ph. D. (Millenium Edition, Alamo Square Press, New Mexico, 2000.) señala que no existe registro alguno de palabras de Jesús sobre relaciones homosexuales, ni en los Evangelios canónicos, ni en los llamados “evangelios gnósticos” descubiertos en Nag Hammadi en 1945. Este es un hecho revelador. Como sugiere Víctor Furnish, esto implica que Jesús no tenía nada en particular que decir sobre el tema, y que la homosexualidad no era un asunto que preocupara a la naciente Iglesia, que fue la que preservó sus discursos. Sin sus declaraciones es imposible decir que es lo que Jesús pensaba sobre la homosexualidad. Pero en este caso sus acciones pueden hablar más alto que sus palabras, ya que tenemos una evidencia de que Jesús se encontró con una pareja homosexual masculina durante su ministerio, al centurión y su “siervo” enfermo, y no lo condenó.
Uno de los desafíos que la cuestión homosexual le plantea a la iglesia cristiana es, precisamente, el fundamentalismo bíblico. Con cierta frecuencia se citan textos bíblicos que aparecen en el Primer o Antiguo Testamento y en algunos escritos paulinos para condenar la homosexualidad. Resulta que en el campo de la sexualidad, hasta los teólogos más liberales y de izquierdas suelen ser un tanto fundamentalistas. Pues bien, enfrentar la cuestión de la homosexualidad en la Biblia nos desafía a revisar la lectura que hacemos de ella.
Quizá nadie lo plantee de manera más simple y profunda que Jairo del Agua (sacerdote español), cuando combatiendo el fundamentalismo dice: “Es muy importante caer en la cuenta de que toda la Escritura no es Palabra. Más bien la Palabra discurre entre la Escritura, la riega como un río de agua sanadora, fecunda, orientadora, que recorre una concreta historia humana (la de los judíos y primeros cristianos), durante un concreto tiempo. No podemos confundir el río con sus orillas agrestes, ni con sus monstruos, ni con la vegetación invasora. Hay que distinguir claramente entre el río y la historia que riega. En muchas ocasiones esa historia está habitada por hombres perversos, rudos, ignorantes, que tan pronto reniegan de Dios como le creen inspirador de sus propios crímenes.”
Algunos pasajes -totalmente secundarios que no explicitan el mensaje central del Primer Testamento- son pura bazofia y su lectura no es recomendable. Esa es la razón por la que la Biblia fue un libro prohibido o no divulgado durante muchos años. Conviene decirlo porque parece, que ahora, todo está bendecido por el hecho de estar en el Libro. Tampoco podemos pensar que la mano que escribe es sabia, incontaminada, guiada al dictado. Todo lo contrario. Está limitada por su personalidad, por su ambiente humano y material, por su nivel cultural, etc. Es decir, la Escritura no sólo está contaminada por la precariedad o bajura de la historia humana que describe, sino también por los subjetivismos y condicionamientos de quien la escribe. Esto ocurre de forma relevante en el primer o antiguo testamento porque el primitivismo era mayor y menor la evolución humana. Pero también puede afirmarse del nuevo testamento. Es más, esto ocurre y ocurrirá siempre, porque los humanos somos limitados e incapaces de agotar la Palabra. Sólo podemos recoger algunos de sus destellos para iluminar nuestra humana oscuridad.
En una entrevista realizada al Pbro. Raúl Lugo Rodríguez por Lorena Aguilar Aguilar, para Kaos en la Red, se señala lo siguiente. No hay un solo pasaje en los evangelios que pueda interpretarse en ese sentido sin falsear gravemente el texto y su contexto. Por otro lado, la constancia con que los evangelios canónicos hacen referencia al hecho de que Jesús nunca rechazó a nadie, que se acercó a las personas que eran despreciadas y marginadas en su tiempo, que tenía una intención clara de reintegrar a quienes eran marginados o excluidos de sus comunidades, que lo caracterizan como una persona esencialmente misericordiosa, pero que luchaba a brazo partido contra quienes utilizaban la religión para marginar y excluir y que, precisamente por eso, recibió amenazas y fue finalmente ajusticiado, todo ello indica que el Jesús que nos transmiten los evangelios no condenó nunca la homosexualidad ni a las personas homosexuales, aunque esta afirmación pueda parecer un anacronismo, pues el concepto de “persona homosexual” es bastante reciente.
Desde luego que esto no quiere decir que el campo de la sexualidad sea un campo ajeno al seguimiento de Jesús. La dignidad de la persona, el respeto a las diversidades, la justicia y la equidad en las relaciones interpersonales, son todos valores que entran en juego en el ejercicio de la sexualidad. Cuando la iglesia recomienda relaciones humanas y no cosificantes, respetuosas y no impositivas, fieles y no mentirosas, no hace otra cosa que arrojar una luz de evangelio sobre esta realidad que es tan decisiva para la felicidad de la persona. Reconocer la homosexualidad como una señal de diversidad que no tiene por qué merecer un calificativo moral negativo, y no implica que las personas homosexuales tengan necesariamente que ajustarse a los estándares morales cristianos en sus relaciones interpersonales.
Podríamos decir, en consecuencia, que hay dos realidades en confrontación. Por un lado, a pesar de que la discriminación a las personas homosexuales sigue estando presente en muchos países, el panorama actual marca una tendencia irreversible a su aceptación y al reconocimiento legal de la diversidad sexual como un hecho irrefutable. La cantidad de países que continúan considerando las relaciones entre personas del mismo sexo como delito a perseguir son cada vez menos. Por otro lado, se va llegando cada vez con más claridad a la concepción de que la democracia, para serlo cabalmente, tiene que ser ajena a la exclusión, a la marginación y a la desigualdad, asegurando el pleno ejercicio de los derechos y de las libertades de las personas. Este cambio que se está dando en la conciencia de los individuos y las colectividades. Se va abriendo paso una nueva concepción, que muchos llaman “cambio antropológico”, en el que las personas homosexuales comienzan a ser vistas, consideradas y tratadas, como personas diferentes, pero sin que esa diferencia marque una desigualdad en la dignidad y los derechos.
Todas las consideraciones anteriores, las citas de estudiosos y publicaciones serias, tienen la intención de aportar alguna información adicional para que, aquellos que luchan contra los monstruos de ignorancia y estupidez como el personaje citado, posean puntos de vista diferentes a la lacra del fundamentalismo cristiano, inhumano, absurdo, antidemocrático, y más propio de seres primitivos sumidos en una ignorancia insuperable, que de un representante de los ciudadanos en el primer poder de la república.
Lamentablemente, desde hace muchísimos años llegan a las curules de la Asamblea Legislativa ciertos personajes lamentables: ignorantes irremisibles, fundamentalista de diversas pintas, ladrones, corruptos, hipócritas y mentirosos, aunque de vez en cuando alguno se salva de estos epítetos. Así que no es de extrañar que el diputado que se dedica a hacer el papel de profeta de la debacle social, parezca más un payaso de circo que un ser pensante con la responsabilidad enorme que significa representar al pueblo y defender la ley y la justicia. Pero gracias a que el tiempo lo cura todo y las sociedades rectifican sus errores, aunque sea tardíamente, abrigamos la esperanza de que el tema se aborde científicamente, además de que con justicia, ponderación y buena voluntad. ¡Y que no priven los fundamentalismos religiosos irracionales¡