Un Mensaje a la Conciencia
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Un hombre bien intencionado quiso enseñarle una lección a su comunidad, así que salió al mercado un día con un montón de botellas. Las botellas eran oscuras. No se podía ver lo que había en ellas. Decía él que contenían cemento para remendar hogares quebrantados, corazones decepcionados, noviazgos rotos, hijos malcriados y toda suerte de calamidad moral. Por fin uno de los que estaban presentes pasó adelante y compró una de las botellas. Todos los que se encontraban cerca le pidieron que les mostrara lo que contenía. Cuando abrió la botella, vieron que adentro había un papelito. Una vez que lo sacaron, ¡cuál no sería su asombro al ver que el papel tenía una sola palabra escrita en él: amor! Por una parte, el vendedor le había tomado el pelo a todos; pero, por otra parte, había logrado su cometido: Les había enseñado una gran lección. El vendedor sabía que si sus clientes ponían en práctica esa palabrita amor, con el sentido que Dios mismo le imprimió, podrían resolver todos los problemas morales que los acosaban. Sólo que había una pequeña contradicción. Aquel vendedor de amor era un fracaso en su propio hogar. Se había casado y divorciado dos veces, y ahora vivía con la tercera mujer, pero sin estar casado con ella. Tenía hijos que ni siquiera querían reconocerlo como padre. El hombre era una vergüenza en la comunidad. De lo que vendía, él mismo no tenía nada. Lo cierto es que todos sabemos lo que necesitamos. Sabemos que si hubiera amor y comprensión entre los seres humanos de todas las razas, no habría riñas, ni desconfianza, ni hogares quebrantados, ni hijos abandonados ni descarriados, ni conflictos nacionales ni internacionales. Tampoco habría habido la Segunda Guerra Mundial con sus bombas atómicas, ni guerras bacteriológicas, ni guerras civiles, ni guerras contra el narcotráfico y el terrorismo. Y no colgaría sobre nosotros, como la espada de Damocles, la tercera guerra mundial. Pero si bien es cierto que sabemos lo que necesitamos, es indiscutible que no sabemos cómo conseguirlo. Esto se debe a que el amor es atributo de Dios, y no podemos tener ese amor divino sin tener también a Dios. ¿Acaso podemos poner en práctica lo que no tenemos? Cuanto más nos alejamos de Dios, más nos alejamos de su amor, que es el único amor que perdura. En cambio, cuanto más nos acercamos a Él, más nos contagiamos de ese amor. ¿Cuál es, entonces, el sentido que Dios le imprimió a la palabra amor? Entrega, sacrificio. Lo hizo cuando su Hijo Jesucristo dijo: «Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos»,1 y luego lo llevó a la práctica al morir por nosotros. Ahora nos pide a nosotros que sigamos su ejemplo. «Este es mi mandamiento —nos dice sin rodeos—: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado.»2 De hacerlo así, sabremos también, por experiencia, por qué en el mismo contexto Cristo dijo: «Les he dicho esto para que tengan mi alegría y así su alegría sea completa.»3 | |||||||
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