Toda mi vida y desde muy niño, por circunstancias caprichosas del destino, venían a mi mente preguntas que para muchos parecían intolerables herejías que ofendían la sensibilidad religiosa de mis más cercanas amistades y familiares. Solamente los más comprensivos se atrevían a confrontarme, desde luego, tratando de influenciarme con sus propias ideas personalistas adquiridas quizás de igual forma. Y es natural que mi mente divagara entre las creencias de mi abuelita paterna quien me criaba de niño, con las aberraciones religiosas diferentes de mi padre, de tiempo en tiempo. Nada, al menos que yo perciba, ha cambiado para mi desde entonces, exceptuando el hecho irrefutable de que hoy soy un anciano en años, pero… con las mismas profundas reflexiones e inquietudes espirituales de siempre; sólo que un tanto más elaboradas.
Fue involuntariamente inevitable que siempre estuviera en contra de cualquier idea o concepto que pretendiera imponer verdades absolutas, fueran estas de índole terrenal o espiritual, si las tales o cuales procedían de mentes religiosamente adoctrinadas y por ende, dócilmente manipuladas; que sin lugar a duda, las encontramos en sorprendente número infinito enquistadas en todas las denominaciones eclesiásticas conocidas. Grupos selectamente clasificados y poderosos socio-político-económicos que a través de los siglos, han venido ejerciendo un poder coercitivo sobre las minadas endebles voluntades de esas minorías tradicionales que se han atrevido a rebelarse infructuosamente al yugo dominador de sus eternos verdugos. Tener la osadía de enfrentarlos filosóficamente, era y continúa siendo, sinónimo de marginación en el mejor de los casos o de exclusión ideológica y hasta física, si nuestro atrevimiento hiciera peligrar su convicción o existencia (Cristo padeció hasta la muerte esa persecución). Las organizaciones religiosas, todas sin excepción -que yo sepa- , persisten en infundir el mismo mecanismo del temor a un supuesto verdugo de naturaleza divina que nos enviará al infierno…, si nos aventuramos a reñirlo.
Extrañamente, las religiones nos suelen encasillar en dos flancos: el divino y el satánico, y ¡punto! Muy semejante a la misma aplicación sistemática que emplean los gobiernos políticos a los subordinados que se resisten a someterse a sus manejos de dominación sicológica. Así siempre fue desde que los hombres aprendieron a asociarse en élites privilegiadas estableciendo principados, potestades, monarquías y gobernadores, jerarquías con matices y dimensiones de orden bíblico judío para fortalecer su poder terrenal y así aterrorizar a los cándidos. De esta detestable manera, han logrado mantener, antes, durante y después de Cristo sus viciados privilegios acumulando fabulosas riquezas en bienes raíces, cuentas bancarias, lujosos y costosos vehículos, viajes alrededor del mundo y apetitosos platillos. Mientras éstos disfrutan de los placeres del “reino de los cielos” en la tierra, sus ingenuos fieles seguidores sienten muy cerca el calor del infierno: la pobreza, el hambre, la enfermedad, el desprecio, el olvido; lamiendo de ser posible, las migajas -que si acaso- desparraman sus verdaderos verdugos terrenales. Así, para qué ‘confites en el infierno’. Si alguien se atreve a cuestionarlos… ¡Dios le condenará al fuego eterno!
Cristo murió precisamente luchando contra todas estas falsas e hipócritas conductas del hombre exterminador, entre ellos: sacerdotes judíos, escribas de la Ley, publícanos y fariseos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario