Un Mensaje a la Conciencia
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Juan Sepp era un personaje popular en San Francisco, California. Todos los días se la pasaba en el Parque Álamo alimentando las palomas. Cada semana compraba hasta doscientos kilogramos de alimentos para aves, gastando en esas compras una cuarta parte de su sueldo mensual. ¿Cuál era la razón del cariño que sentía por las palomas? La respuesta se encuentra en la historia de su vida, que a Juan le gustaba contar, con lujo de detalle, a cualquiera que mostrara interés. «Durante la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918, fui piloto en el ejército ruso —contaba Juan—. Un día de combate, un piloto alemán acribilló mi avión, por lo que cayó sobre el bosque de Austorvi, en la frontera germano-polaca. Me hirieron, y durante dieciocho largos días quedé indefenso en el bosque, necesitando ayuda. En el lugar en que me derribaron, marqué día tras día mi posición en un papel, lo até a la pata de una de las palomas que llevaba en el avión, y solté la paloma. »Cada día de esa larga odisea —sigue contando Juan—, una paloma mensajera salía volando desde el sitio donde yo estaba herido hasta el cuartel general. Los oficiales del cuartel la enviaban de vuelta con cubitos de alimento concentrado. Cuando al fin llegó la patrulla de salvamento, elevé una oración de gratitud al cielo, y prometí solemnemente alimentar durante el resto de mi vida a cualquier paloma mensajera que tuviera hambre.» Cuando terminó la guerra, Juan Sepp emigró a los Estados Unidos. En San Francisco, se ganó la vida lavando ventanas y, cumpliendo la promesa que le había hecho a Dios, de ahí en adelante empleó gran parte de su sueldo comprando granos para alimentar a las palomas. Si una persona como Juan, inspirada por la gratitud que siente a raíz de habérsele salvado la vida, tuvo a bien comprar, durante cincuenta años de su vida, maíz para dar de comer a unas aves, ¿qué ha de esperar Dios de cada uno de nosotros como señal de gratitud por la vida abundante y eterna que nos ha dado? Es lamentable que a muchas personas una de las cosas que más les cuesta hacer es dar gracias en público. Para colmo de males, les cuesta más trabajo aún agradecerle a Dios la salvación. En cierta ocasión, Jesucristo sanó a diez hombres enfermos de lepra, y uno solo de ellos volvió para darle las gracias.1 ¿Quién lo hubiera pensado? Más vale que no seamos ninguno de nosotros como uno de los nueve ingratos. Aceptemos la vida eterna gratuita que nos ofrece Cristo, pero a diferencia de esos nueve desagradecidos, y con el espíritu de Juan Sepp, demos gracias al Señor desde lo más profundo de nuestro corazón, respaldando nuestras palabras con nuestros hechos. | |||||||
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