domingo, 9 de mayo de 2010

¡Adióscar!, por Édgar Espinoza



 
 ¡Adioscar!
Edgar Espinoza


Nacido en cuna de oro, Dioscar creció arrullado por los síes de su entorno familiar: “Sí, mi príncipe, tomá la chupetica” y “Sí, mi amor, el caramelo es todo tuyo”, hasta que, diay, llegó la infausta hora del destete y la criaturita se dio de nariz contra una sociedad que le decía noes.

Como no había pomada canaria para ese tipo de golpes, ahí empezó Cristo a padecer. El niño-bien acababa oficialmente de conocer al que sería el peor enemigo de su vida, al único que se atrevería a profanar su santuario de sí es encarnados en lujos, juguetes, ajuares y, no sabemos si también, Gerber de “pato al orange”. El asunto es que, acorralado por la inexorable realidad del “No”, sintió desde entonces que su única salida sería deslumbrar al rival y rendirlo a sus pies.

Por eso no es de extrañar en él la aparición, a modo de blindaje, de un ego tan hipersensible como camaleónico: en lo intelectual, poniéndose la sudadera de Harvard; en lo político, engolosinándose con Maquiavelo y, en lo cultural, cantando Otelo bajo la ducha, pues alguien le debe haber metido en la cabeza que ser muy instruido y galardonado lo hacía divinidad.

Sin embargo, tales credenciales no le bastaron. Quería más. Quería todo. A partir de ahí el poder fue su mejor aliado para abrirse paso entre los no es de la inefable sociedad y ascender al soñado “Sí” absoluto que lo pusiera a salvo. Por eso, como mandamás, pronto nos dejó muy claro que con sus premios, ovaciones e inciensos, el importante era él y no la patria, reducida a simple trampolín de sus devaneos de parlamentario inglés y genio renacentista hasta que, bueno… el chupetín se le acabó.
Después vinieron los terribles veinte años de ostracismo político que le desgarraron el superyó por culpa del enorme “No” a la reelección que se le interponía en el camino y que, gracias a la gauchada de sus “yes man” constitucionalistas , se llevó en banda sin importarle sus propias ínfulas de demócrata para entrar de nuevo al poder, esta vez por la cocina, dispuesto a prolongarse en el tiempo y en el espacio.

De entonces acá su pasatiempo favorito ha sido endulzarse la autoestima con el “¡Alabao sea Dioscar!” de sus corifeos institucionales, y que no es otra cosa que el mismo “Sí, mi amor, el caramelo es todo tuyo” que le marcó el antes y después. Mas, no satisfecho, se atrajo al capital para unirlo al coro de loas, así como también a ciertos medios de comunicación para que se la pusieran picandito en el trono mientras él se dedicaba a fumigar a todo aquel opositor que osara airearle en público sus desatinos, contradicciones y dobles discursos, pese a su reciente frase de que un verdadero demócrata, si no tiene oposición, debe crearla.

Es el mismo Dioscar que este diciembre, durante su sobrecogedor mensaje navideño ante el Santo Sepulcro, en Jerusalén (como si ahí Dios fuera más Dios que el de la ermita de Bijagual Abajo de Acosta), clamó al cielo para que en el país hubiera tolerancia. El mismo que durante la cumbre de América Latina y el Caribe, en febrero, criticó sin el menor sonrojo a los gobernantes autoritarios que atentan contra el sistema político de frenos y contrapesos, a los gobiernos tentaculares y a los que coartan la libertad de opinión y expresión. ¡Oh Señor, líbranos de tanto cinismo!

Su vida, pues, se reduce a la infinita búsqueda del aplauso y el halago que lo mantengan lo más lejos posible de la torturante soledad de noes, pues está escrito que todo aquello que se le niegue, sea poder, negocio, ocurrencia o mujer, le exacerbará su fijación por el “Sí” al punto de querer procurárselo contra viento y marea. Por eso invita a su casa a la farándula internacional, por eso posa entre israelíes y palestinos con garbo de Armani, por eso alardea de sus conquistas al mejor estilo del Berlusconi cachondón.

Por eso, además, se pavonea como primera luminaria mundial con fiebre porcina; presume de que la OEA, el BID y la corte celestial en pleno se lo pelean a muerte; le dice al mundo cómo ser mejor aunque aquí nos deje más de un sinsabor, y se vanagloria entre cámaras de fotos y televisión para que, como nutrientes a tiempo completo de su imagen soberana, sacien por esa vía las exigencias afectivas que, por otras, no puede.

Sabe bien que, amasado a su manera, el poder le garantiza el protagonismo público y la idolatría que su ego le reclaman a diario, y de cuya simbiosis la ambición desmedida es su mejor engendro. ¡Como Fidel! ¡Como Chávez! Aunque más por debajito. Solapadón. Lástima, porque con la falta que nos hace un líder bien aterrizado, en él tenemos más bien a un numen ante el que hay que derretirse para que, al altísimo precio de volverse omnímodo, pueda así cerrar su círculo de poder.

Dioscar nació para ser servido y no para servir. Un profundo desdén por todo lo que no sea él parece ser parte esencial de su escudo “antinoes”. Hasta su obra, que por supuesto no responde ni a la urgencia ni al clamor de nuestra sociedad, quedará trunca, o mal hecha o habrá sido concebida a su imagen deífica. Por eso no sólo quedará en deuda una vez más con este pueblo que esperó más de él en seguridad, en la lucha contra la pobreza, en infraestructura pública y hasta en estatura moral, sino que ahora, con su movimiento más reciente dentro del tablero político, pretenderá ejercer el continuismo entre bastidores para seguir glorificándose y dejar sin respuesta tantos interrogantes sobre su reinado.

Kant, el famoso filósofo alemán, era tan genial que 226 años antes pareciera haber predicho el advenimiento político de Dioscar al advertir que el destino final del niño mimado que hace lo que le viene en gana entre caramelos, arrorroes y si-mi-vidas es, irremisiblemente, el de déspota.

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