Me queda muy claro, en el caso de la nueva camada de caudillos latinoamericanos revolucionarios, que su negocio, antes que nada, es el poder. En este sentido, el más descarado de los recién llegados, inspirado seguramente en el éxito asombroso de la dictadura castrista, es un tal señor Chávez cuyas grandes gestas se reducen prácticamente a un solo tema: la reelección. Y por ahí van también todos los demás, sus imitadores en el subcontinente. Y de ahí, justamente, se deriva la esperpéntica situación que atraviesa Honduras luego de que don Zelaya, enfrentado a la desalentadora perspectiva de tener que trasmitir el mando al finalizar su fugaz presidencia (cuatro añitos nomás, un mero parpadeo que no significa nada cuando un prócer de cepa pura tiene la mirada puesta en los libros de historia), haya decidido saltarse el trámite a la torera convocando, mira tú, a la celebración de un magno referéndum para que hordas de ciudadanos embelesados salgan a la calle y digan, bien alto y bien claro, que un personaje de sus tamaños merece una Constitución a modo, una Carta Magna a la medida donde lo primerísimo que debe quedar debidamente asentado, en artículos avasalladoramente explícitos y disposiciones legales incuestionables, es su derecho inalienable a ser votado de nuevo para seguir cómodamente apoltronado en la silla presidencial.
Resulta, sin embargo, que el Congreso se le puso respondón al señor presidente de Honduras; tampoco la Iglesia Católica ve con buenos ojos este disfrazado intento de vida eterna terrenal en el cargo; y, por si no fuera ya bastante, las Fuerzas Armadas se oponen de manera terminante a la intentona reeleccionista: ni más ni menos que el jefe del Estado Mayor Conjunto del Ejército rechazó la instalación arbitraria de las urnas para el plebiscito puesto que la iniciativa había sido declarada ilegal por el Tribunal Supremo de Elecciones. ¿Y qué hizo don Zelaya? Pues, para abrir boca, destituyó pura y simplemente al general Romeo Vázquez, ese mismo militar que, en pleno acatamiento a las disposiciones legales, se negó a montar el numerito del referéndum (es un asunto curioso, de cualquier manera, porque las cuestiones electorales, hasta nuevo aviso, no suelen ser parte de las atribuciones del Ejército); y, luego, reunió, en la más pura tradición de los líderes fascistas-populistas, a una turba de seguidores para acudir a una base aérea donde se encontraban las boletas de la votación (venidas, extrañamente, de Venezuela) y, por la fuerza, derribó los portones para llevárselas a la Casa Presidencial y celebrar así, por sus pistolas, el referéndum, hoy domingo, desafiando abiertamente a los otros Poderes del Estado.
Este hombre, un terrateniente de derechas trasmutado milagrosamente en izquierdoso populista, milita ahora en las filas de la Alba, esa llamada Alternativa Bolivariana de las Américas que fabricó Hugo Chávez a su medida para conformar un bloque político que no sólo coquetea con impresentables de la calaña de Mahmud Ahmadineyad sino que, ahora mismo, se alinea incondicionalmente detrás del gobernante hondureño. El lenguaje de Chávez, a propósito de la explosiva situación en el país centroamericano, es absolutamente inaudito: “En Honduras está en marcha un golpe de Estado […] la burguesía […] está tratando de frenar que se convoque a una consulta popular. Hablé con Evo Morales hace un rato […] Daniel Ortega está allá, pendiente. No nos vamos a quedar con las brazos cruzados […] Estamos dispuestos a hacer lo que haya que hacer para que se respete la soberanía de Honduras”. Pero, señoras y señores, en primer lugar: ¿dónde reside la soberanía de Honduras? ¿En el Congreso, en las Fuerzas Armadas y en esa Corte Suprema que no avala el referéndum o, por el contrario, en un jefe del Ejecutivo que desconoce cínicamente las facultades de los otros Poderes? ¿Acaso la soberanía está encarnada, sin contrapesos y sin equilibrios, en un solo individuo con poderes absolutos y desmesuradas atribuciones? Más inquietante, sin embargo, es la advertencia, luego de diagnosticar de manera grosera —y desde el exterior— que la “consulta popular” de Zelaya merece la ruptura del orden institucional, de que los otros miembros de la Alba están dispuestos a “hacer lo que haya que hacer”. ¿Dé qué está hablando el golpista venezolano? ¿De conformar una fuerza de intervención? ¿De invadir Honduras? ¿De disolver, por la fuerza, el Congreso hondureño y de desmantelar el Tribunal Supremo Electoral y la Fiscalía? Estos, los albos, cada vez son más peligrosos. Latinoamérica va mal.
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