Vergüenza
Por Pedro Lipcovich
Hoy, en enero de 2009, la mejor manera de asumir la condición judía es la vergüenza. Vergüenza fáctica, por el genocidio que el Estado de Israel lleva a cabo sobre el pueblo palestino. Vergüenza conceptual, por la grosera identificación de ese Estado con prácticas de las que el pueblo judío ha sido objeto en su historia: el terror sobre la población civil, la negación de los factores básicos para la subsistencia, el gueto.
Pero la mayor vergüenza es la utilización de la memoria de la Shoah –que hubiera querido preservarse como patrimonio sagrado, horroroso, de la humanidad– para justificar políticas que siniestramente la reproducen sobre terceros.La política del Estado de Israel es antisemita, no sólo porque sus víctimas, los palestinos, son semitas, sino porque responde a los principios del antisemitismo: la negación de derechos a un conjunto humano definido étnicamente, el sostén de privilegios derivados de un supuesto origen racial, el milenarismo. Pero, sobre todo, se atiene a una condición esencial del antisemitismo, que es la cobardía. La acción del antisemita se desarrolla entre dos polos: en un extremo, tiene por requisito la debilidad de su víctima; en el otro, la fuerza de los intereses que lo alimentan: el antisemita siempre fue matón al servicio de un poder dominante.
El proyecto antisemita, hoy encarnado por el Estado de Israel, fracasará, como ha fracasado antes en la historia, porque su lógica, irrealizable, requiere la desaparición total de la población agredida. Las hazañas militares israelíes –que en la última semana mataron más de cien niños, incluyeron la voladura de una escuela sostenida por las Naciones Unidas y causaron la mayor crisis humanitaria en el territorio de Gaza– sólo pueden prosperar bajo el sostén de la primera potencia económica y militar del mundo. El día que Estados Unidos de Norteamérica caiga, se debilite o modifique sus políticas (o quizás antes), Israel deberá enfrentar las consecuencias de los actos de su Estado.
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