viernes, 6 de junio de 2008

PETRA LA CIUDAD ROSADA MARAVILLA DEL MUNDO MODERNO



LA CIUDAD ROSADA PETRA MARAVILLA DEL MUNDO. FOTOGRAFIAS DE LA VOZ DEL PUEBLO WALTER RODRIGUEZ CAMPOS



Trescientos años antes de Cristo los nabateos ya estaban allí. Hablar de los nabateos es un auto de fe para un guía que nos lleva desde el hotel en la montaña hasta el acceso al desfiladero o Siq. Al llegar a esta explanada hay dos opciones: tomar un caballo entre las decenas al trote en espera de clientes -hay incluso una clínica hípica para atenderlos en caso de accidente- o alquilar un carrito tirado por un jamelgo. ¿Saben lo que les digo? Mejor a pie. Mejor caminar, total es apenas kilómetro y medio, mejor andar despacio, sin dejar ni un palmo de roca por escudriñar, paso a paso, sin prisa y sin pausa.

Pero el grupo tiene unas cuantas bajas, los que prefieren la comodidad de ir en la peculiar tartana, incluso en el pescante; los demás enfilamos la gigantesca desgarradura entre las rocas, una raja brutal que permite ver un poco de sol allá arriba y que a intervalos se cierra hasta una anchura mínima, dos, tres metros, que si no obliga a marchar en fila india le falta poco. Y Arafat, el guía, nabateos por aquí, nabateos por allí, un tal Aretas IV el más nombrado en la alineación de la dinastía, que pronunciado así, quiero decir sin el énfasis árabe, podría pasar por un defensa del Alavés. El cuarto de los Aretas ya vivió en tiempos de Jesús, y su reinado marca el clímax de la restauración de Petra, el impresionante escenario que vamos descubriendo, si no como lo hizo el suizo Burckhart en 1812, después de muchos siglos de olvido, al menos con los ojos de un profano más bien pardillo en asuntos arqueológicos y deslumbrado por el colosal espectáculo, a uno y otro lado del estrecho paso que llega a alcanzar cien metros de alto. La erosión secular ha hecho encaje de bolillos en las gargantas, y es sorprendente la revelación de antiguos canales, en tuberías de barro que llevaban el agua del Musa a las cisternas. En el tramo final, el guía utiliza un truco efectista; pide a los turistas que le sigan con la cabeza baja y que se mantengan así hasta que él pronuncie las palabras mágicas: ¿Abrete, Sésamo! Parece un juego infantil, pero es algo ingenuamente calculado, porque justo en ese instante, por la última rendija entre los flancos del soberbio corredor se adivinan las formas, aún indecisas, desde luego rosadas, como tantas veces las habíamos visto en el cine documental, en las revistas, de la tumba esculpida en la montaña, El-Kazneh, el Tesoro, un primer impacto de lo que después seguirá. Esto es Petra en estado puro. Permítanme que no especule con sus leyendas, su misterio geológico, el proceso histórico del yacimiento. Me quedo con su impacto frontal, sin pretensiones técnicas, prefiero el choque visual, casi mágico, de una maravilla indescriptible, la construcción excavada en la roca, el pórtico y las columnas corintias, la profusa decoración, figuras mutiladas por los estragos del tiempo, otras intactas, relieves, animales, esculturas. Tiembla entre las manos la cámara, ansiosa por recoger este legado hasta la última brizna de la fascinante fachada. ¿Lo edificó Adriano? Es posible. Otros lo atribuyen a un rey, nabateo, por supuesto, Aretas III. Está ahí, es suficiente. Como está el resto de la ciudad, inmediatamente cientos de tumbas, el teatro con cuarenta gradas para ocho mil espectadores, y enfrente la Fachada Real, con un panteón de piedra veteada en un cromatismo sugestivo, del azul al rosa -claro- y al blanco, sin olvidar las ruinas de la ciudad romana, siempre con la imagen del acantilado, a intervalos tiendas con souvenirs, una chiquilla de ojos grandes y negros, ¿de seis años!,que lleva el bolsillo del pantalón lleno de billetes y te ofrece un collar de semillas repitiendo ¿un dinar, un dinar!, un soniquete que se oye todo el rato mientras la rodean los viajeros, y no le compran, le dan el dinar y punto. Después, el que quiera y pueda que suba al templo de Ed-Deir, el Monumento, dos pisos, coronado por una urna, tallado en la montaña, de 45 metros de alto y 50 de ancho, que son palabras mayores, y que aparece sólo al final de una tortuosa escalera -déjennos respirar- de más de 750 peldaños. LLegar hasta aquí fue inolvidable. Indiana Jones -Harrison Ford- no lo pasó mejor que nosotros rodando.

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