O alguien acaba ya con el presidente estadounidense Donald Trump, o él acaba con nosotros.
Al ritmo que va, y en el acelere emocional en que está, es imposible que sobreviva los cuatro años en el poder o que nosotros los resistamos.
Aquí ya no es cuestión de las barbaridades que está haciendo un día sí y el otro también sino de que él no parece estar en sus cabales. La prensa ya no debería enfocarse tanto en sus desatinos como en su monstruosidad.
Sus gestos no parecen los de una persona normal. Si está en silencio mira sin mirar a través de sus tupidas cejas con la boca fruncida en una mueca de desprecio, y si habla, vomita los traumas que le torturan.
Tampoco sus actitudes son normales. En su primer mes en la Casa Blanca ha acumulado tantas groserías y aberraciones como nunca antes ningún otro presidente norteamericano lo hizo.
Ha hecho de la mayor superpotencia mundial un teatro de la transgresión, de la discordia y, por muy poco, del ridículo, y ahí está hoy la centenaria democracia debatiéndose para lidiar con el repentino melanoma.
En su campaña clamó por una “América first” pero va camino de una “América worst”, pues a nivel de su más benemérita institucionalidad ha puesto a EE.UU contra EE.UU. en su versión más patética.
Lo peor que podía ocurrir, ocurrió: darle poder a un inadaptado político que pone en bandeja la seguridad de su propio país y del mundo en manos de otra ficha igual de siniestra, Vladimir Putin, cerebro de los hackers rusos que atacaron a Hillary Clinton en favor de la elección del magnate.
Más allá del bien y del mal, Trump ha querido, además, imponer su autoritarismo con el decreto contra los inmigrantes musulmanes, pero la justicia le ha salido al paso para recordarle que ni siquiera él como presidente puede estar por encima de la ley.
Ya perdió a varios ministros, botó a la fiscal interina, quiere borrar del mapa todo lo que le apeste a Obama, el muro le obsesiona, patina con la diplomacia, está agarrado del moño con la prensa toda, los servicios secretos le perdieron la confianza. ¿Qué más hace falta?
Todo le estorba. Es sospechosamente impaciente. Quiso también inquietar a China coqueteando con Taiwán pero al final agachó la cabeza ante Xi Jinping y se ha tenido que tragar sus propias ínfulas.
Europa tampoco se ha librado de su altanería. Ha coqueteado con Le Pen, Nigel Farage y el club de los Brexit al tiempo que ha reprendido a la Merkel por su política migratoria, ninguneado a Theresa May, ha puesto en entredicho a la OTAN y ha chocado con Bruselas, el corazón de la Unión Europea.
¿Es normal estar así peleado contra el mundo? ¿Es posible que todos estemos equivocados y él no? ¿Qué hace ese personaje descalificado para gobernar con el botón de nuestro destino al alcance de su mano?
¿Qué nos faltará por ver en los siguientes tres años y once meses con él en Washington, si es que sobrevive o sobrevivimos a ese mañana?
Por lo pronto, la confabulación Trump-Putin para alterar el resultado electoral de noviembre, asociada a la forma en que el magnate, ya como presidente, compromete la seguridad nacional, bien podrían ser el principio del fin de esta pesadilla.
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