El proyecto tributario aprobado en primer debate por la Asamblea Legislativa tiene diversas limitaciones. A mi parecer, las tres principales son las siguientes:
a) Toca solo de forma parcial, y relativamente superficial, el régimen de privilegio que concede amplias exoneraciones a ciertos sectores: principalmente zonas francas, banca privada y, secundariamente, turismo.
b) No introduce criterios de diferenciación respecto de actividades social y ambientalmente indeseables, las cuales debería estar sujetas a una tributación especial y más severa. Ello debería incluir el agua que hoy día está siendo comercializada usufructuando de un inmenso subsidio a favor de las empresas que explotan, prácticamente sin regulación alguna, los yacimientos acuíferos de nuestros subsuelos.
c) No se fortalece de forma significativa la vigencia de criterios de discriminación positiva, que potencien el instrumento tributario como mecanismo que promueva la economía social, la equidad de género y el desarrollo regional equilibrado.
Esos son componentes básicos de la reforma tributaria integral que yo propondría. Pero…
Pero acontece que el punto a) de seguro sería ferozmente combatido por los grandes intereses que chupan de la inversión transnacional en zonas francas, banca y turismo. El proyecto aprobado introduce algunos cambios positivos en ese sentido: 15% sobre la remesa de dividendos por parte de empresas de zona franca; concede poder a los municipios para cobrarles impuesto sobre bienes inmuebles a esas mismas empresas; impuesto sobre transacciones financieras, entre otros. Aunque son modificaciones de rango relativamente limitado, sin embargo han desatado las furias de quienes consideran que el mundo sin capital extranjero no podría existir. Se comprende que, entonces, una reforma en profundidad como la que sugiero desataría cataclismos políticos.
Los puntos b) y c) producirían gravísimo disgusto a los guardianes de la ortodoxia neoliberal reinante, ya que implican intervención en la divina majestad de los mecanismos de mercado. Pero no cuento con que los/las economistas progresistas o de izquierda necesariamente vayan a respaldar tales ideas. Así por ejemplo, algunas de esas personas han objetado la introducción del concepto de “renta mundial” en el proyecto aprobado, aduciendo que es de “difícil aplicación” (un argumento de curiosos tintes conservadores). Acaso dirían lo mismo respecto de ese par de propuestas que me atrevo a formular.
Quede claro, pues, que lo de que esta sea “la reforma tributaria integral que necesitamos” es ganas de reírme de mí mismo, siendo que la única importancia que le atribuyo tiene que ver con el hecho de que ayuda a ilustrar algunos asuntitos importantes que, creo, han pasado inadvertidos.
Primero, no es difícil postular que, en vez de esta reforma parcial y limitada que ha sido aprobada, lo que necesitamos es una reforma integral (cuidadosamente estudiada según se recomienda). Cosa bien distinta es ponerse de acuerdo respecto de lo que tal cosa significa.
Segundo, supuesto que se lograse tal acuerdo, aun quedaría por verse: ¿existe el músculo político para dar viabilidad y llevar adelante esa reforma integral, de modo que la cuestión no quede reducida a un mero ejercicio académico e intelectual?
En el proceso mismo de ponerse de acuerdo sobre lo que entenderíamos por reforma integral, un detalle peliagudo por resolver es el que tiene que ver con el famoso IVA. Este ha sido satanizado, atribuyéndole consecuencias catastróficas. Y, sin embargo, con el dinamismo que actualmente tienen las actividades de servicios y el peso creciente del consumo en la economía, resulta problemático prescindir de ese tributo. Ello simplemente facilitaría que sectores cada vez más importantes del sistema económico permanezcan en la penumbra, escasamente visibles para el sistema impositivo. Se hace complicado hablar de modernización tributaria bajo tales condiciones. Y, en todo caso, bien se podría dialogar acerca de formas de diseñar ese tributo que reduzcan al mínimo su efecto regresivo hasta, cuanto menos, volverlo neutral en términos de sus consecuencias para la distribución del ingreso. Pero, en fin, es iluso esperar que el tema pueda ser debatido con serenidad, visto que es algo que suscita encendidas pasiones.
Y, en cuanto al músculo político que permita concretar esa reforma integral, ahorita no se le ve muy saludable. La alianza parlamentaria hace malabares al borde del precipicio. La posible coalición electoral está casi asfixiada: de un lado las torpezas políticas que se reiteran desde el PAC; del otro, el oportunismo de políticos corruptos que miran en esa coalición su ocasión para “resucitar” electoralmente ¿Y las calles? Más allá de cierta altisonante retórica, no se ve quién tendrá la magia que encienda la mecha y haga confluir y articularse las múltiples fuentes de malestar y disgusto para generar una gran explosión popular de protesta.
La reforma tributaria aprobada en primer debate nació chueca por ser fruto de un acuerdo palaciego que Ottón Solís promovió a espaldas de instancias de interlocución que debió tener en cuenta, si su propósito hubiese sido fortalecer la oposición al neoliberalismo. Como al modo de un efecto bola de nieve, ello desató una rebatiña que ha contribuido a que proliferen las trompas y malos modos entre quienes se suponían “aliados por Costa Rica”. Pero, en rigor, no toda la culpa es de Ottón. No deja de tener su dosis de verdad el dicho popular de que “donde uno no quiere, dos no pelean”. Y aquí lo que sobra es gente deseosa de pelear. De ahí la bola de nieve: un círculo vicioso autodestructivo que parece atrapar a la oposición al neoliberalismo, el cual encuentra muchos otros factores estimulantes más allá del paquete tributario, y supera ampliamente al ámbito partidista y parlamentario (véase el “edificante” ejemplo de los sindicatos).
Al cabo, el músculo político luce cada vez más atrofiado.