El tiempo es algo que le viene pequeño a Donald Trump. Muy pequeño. Desde que el pasado 20 de enero jurase el cargo, el presidente de Estados Unidos ha hecho del vértigo su agenda y ha destituido a una fiscal general, fulminado a su consejero de Seguridad Nacional, humillado a sus servicios de inteligencia, ordenado construir un muro con México, abandonado el Acuerdo Transpacífico, colisionado con Google, Apple y Facebook, encrespado a la Unión Europea,defendido a Vladímir Putin, ofendido a los líderes de China, México y Australia, prohibido la entrada a miles de musulmanes, chocado con los tribunales, satanizado a los medios y convertido el gran símbolo del poder estadounidense, la Casa Blanca, en un inmenso caos.
Todo ello en 31 días. Poco más de 700 horas. Un tiempo mínimo para cualquier gobernante, pero suficiente en su caso para activar las alarmas. Dentro y fuera del país. “Nunca he estado tan nervioso sobre lo que pueda ocurrir en Washington. Si emerge una crisis, no sé si podrán responder de una forma racional”, ha alertado el demócrata Leon Panetta, antiguo secretario de Defensa y ex director de la CIA. ”Nuestro gobierno vive en un increíble desorden y espero que no sigan así porque somos una nación en guerra”, ha sentenciado el respetado general Tony Thomas, jefe del comando de operaciones especiales.
El espectáculo ha sido inédito. Pero esperable. Fiel a sí mismo, el presidente de Estados Unidos no se bajado de la locomotora a la que lleva subido toda la vida. Tampoco ha abandonado su demagogia ni su amor por el cuerpo a cuerpo. Pero detrás de su aceleración permanente, también se le ha visto empequeñecido por la realidad. Sobre todo, en política exterior. Su punto más débil. Descontando su virulencia con México, en el caso de Israel ha dado marcha atrás a su apoyo irrestricto a los asentamientos ilegales, ante China ha abandonado su coqueteo con Taiwán y frente a Irán ha dejado sin denunciar el pacto nuclear que tanto censuró.
Más beligerante, aunque no más exitoso, se ha mostrado en los asuntos domésticos. Ahí, los estallidos han sido continuos. Pero su furia se ha estrellado contra las resistencias más poderosas que él. La prueba la dio el veto migratorio.
La salvaje restricción impuesta a siete países de mayoría musulmana desató una vertiginosa oleada de protestas. Mientras los aeropuertos eran ocupados por miles de ciudadanos, centenares de empresas se sumaron al frente legal. La propia fiscal general interina se negó a defender la orden y los jueces, uno tras otro, la rechazaron hasta que un tribunal federal bloqueó la medida.
La bofetada judicial a Trump, quien ya ha anunciado que esta semana presentará otra orden, mostró a todos los límites de su grandilocuencia. Y también su innata capacidad para dividir a una sociedad ya de por sí fracturada.
Trump ganó las elecciones con 2,8 millones de votos menos que Hillary Clinton, y las encuestas muestran que no ha sido capaz de revertir este desequilibrio. Por el contrario, cada día que pasa aumentan los detractores. Su desaprobación, según Public Policy Polling, ha subido del 44% al 53%. En esta erosión interviene, para desgracia de Trump, todo aquello que le gusta, especialmente sus colaboradores más visibles. El estratega jefe, Steve Bannon; la asesora estrella, Kellyanne Conway, y el portavoz, Sean Spicer, suspenden rotundamente y, con sus deslices, incrementan la sensación de desgobierno que reina en la Casa Blanca.
La caída ha sido tan pronunciada que hasta el líder de la mayoría republicana, el senador Mitch McConnell, ha pedido mesura a Trump. “Pero lo que dice, lo hace todo más difícil”, ha reconocido. Sus palabras alumbran algo que es evidente para todos excepto para el presidente: que la acumulación de enemigos y sus continuos espasmos tuiteros pueden volverse tóxicos para los suyos. “Trump seguirá con la misma intensidad mientras no afecte a los republicanos en el Congreso. Pero una vez que esto ocurra, tendrá problemas”, indica el profesor de Historia y Asuntos Públicos de Princeton Julian E. Zelizer.
Este punto de quiebra aún no ha llegado. Las críticas en las filas de su partido siguen siendo minoritarias. Pero hay indicios de que la eclosión no anda lejos. Su propia personalidad le hace difícil frenarse. “Quiere ser siempre el centro de atención y dar la imagen de presidente activo, así que sospecho que continuará a este paso”, explica Kyle Kondik, del Centro para Política de la Universidad de Virginia.
La crisis por autocombustión es una posibilidad. Aunque no la única. En el horizonte ha surgido un incendio mayor que el propio Trump. La conexión rusa. Los extraños vínculos de miembros de su equipo con el Kremlin. El caso ya se ha cobrado una víctima de altura: el consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn. Pero el escándalo está lejos de haber terminado.
Los servicios de inteligencia, vapuleados por el presidente y alarmados por su amistad con Putin, han contraatacado. Desde las catacumbas han empezado a poner en duda su capacidad y se ha iniciado un demoledor chorro de filtraciones. Bajo este vendaval, los medios se han lanzado a la caza mayor. Y el presidente, irrefrenable, les ha declarado la guerra y clasificado como "enemigos del puebllo americano"
La pelea ahora es cara descubierta. Trump tiene enfrente a la prensa más poderosa del mundo, a los servicios secretos y a una clase media urbana harta de sus desmanes. Sólo la buena marcha de la economía y una base fiel le salvan. Pero nadie sabe cuánto podrá durar. En el horizonte se vislumbra una disputa feroz. Algo que no asusta al presidente. Es un jugador de largo aliento. Alguien que mira de frente y muerde. Sin pestañear. Como el mismo dice: “Si alguien te ataca, le atacas de vuelta diez veces. Así, al menos, te sientes a gusto”. Ese es Trump.
MIMOS A LA BANCA Y A LAS BASES
Trump ha olido el peligro. Pero no lo teme. Desde el inicio de su mandato ha tenido claro que se dirige a su base electoral. Un segmento de mayoría blanca, obrera y masculina donde su valoración se mantiene e incluso crece. A esa población va dedicado gran parte del aquelarre con los medios de comunicación y para ellos ha empezado a dar mítines como el del sábado Florida. “Su arranque ha sido turbulento, controvertido y explosivo. Sin embargo, ha hecho un buen trabajo solidificando su base conservadora, aunque fuera de ese círculo, en la prensa, los tribunales y la opinión pública nacional, no deje de tener problemas”, explica el profesor de Historia y Asuntos Públicos de Princeton Julian E. Zelicer.
Pero en sus primeros días, Trump no se ha limitado a mimar su caladero natural. Desde la Casa Blanca ha ahondado su perfil proteccionista y ha enviado fuertes señales a su otro gran aliado: Wall Street. El político que se presentaba como el látigo de los especuladores ha abierto las puertas de su gobierno a altos cargos de Goldman Sachs y ha prometido la mayor desregulación desde Ronald Reagan. El sueño dorado del gran capital.
La maniobra tiene un objetivo. “Si la ciudadanía se siente bien en el terreno económico, Trump obtendrá réditos políticos sin que apenas importen otros factores”, explica Kyle Kondik, experto del Centro para Política de la Universidad de Virginia. Hasta la fecha, el plan ha salido bien. Wall Street vive días de gloria y las encuestas le otorgan a Trump una clara mayoría como líder económico. Su gran baza.
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