"Los hombres y mujeres olvidados de nuestro país ya no serán olvidados", dijo Donald Trump en su discurso de la victoria, en Nueva York. El presidente electo, que debe jurar el cargo el 20 de enero, elogió a Clinton y dijo que es el momento de curar las divisiones del país.
Clinton no pronunció el tradicional discurso de aceptación de la derrota, y felicitó a Trump por teléfono.
El mundo esperaba ver a la primera mujer en la presidencia de EE UU, después de tener a un presidente afroamericano. Ocurrió lo inesperado. Los votantes eligieron a un demagogo, un hombre que ha reavivado algunas de las tradiciones más oscuras del país, que ha colocado en el centro del discurso político el insulto y la descalificación, un admirador de Vladímir Putin que amaga con reformular las alianzas internacionales de EE UU y lanzar un desafío al vecino del sur, México.
De norte a sur, de este a oeste, en Estados que votaron al presidente demócrata, Barack Obama, en 2008 y 2012, y en Estados republicanos, del tsunami de Donald Trump, una combinación de voto rural y voto obrero blanco, barrió con las estrategias sofisticadas de la campaña demócrata y anuló el efecto del voto latino y de las minorías por Clinton.
A medida que llegaban los resultados en los Estados clave y Trump sumaba victoria tras victoria, se disparaba el desconcierto de los especialistas en sondeos, de los estrategas demócratas, los mercados financieros y las cancillerías occidentales. La victoria en Florida, Estado que el presidente Barack Obama, demócrata como Clinton, ganó dos veces, abrió la vía para la victoria de un magnate inmobiliario y estrella de la telerrealidad que ha sacudido los cimientos de la política tradicional. Trump ganó después en Carolina del Norte, en Ohio y Pensilvania, entre otros Estados que Clinton necesitaba para ganar.
La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca puede suponer una ruptura con algunas tradiciones democráticas de EE UU como es el respeto a las minorías y con la tranquila alternancia entre gobernantes que discrepaban de su visión del país, pero no en los valores fundamentales que le han sostenido desde su fundación.
Trump, que ha prometido construir un muro en la frontera con México y prohibir la entrada de musulmanes a EE UU, ha demostrado que un hombre prácticamente solo, contra todo y contra todos, y sin depender de donantes multimillonarios, es capaz de llegar a la sala de mandos del poder mundial. A partir del 20 de enero, allí tendrá al alcance de la mano la maleta con los códigos nucleares y controlará las fuerzas armadas más letales de planeta, además de disponer de un púlpito único para dirigirse su país y marcar la agenda mundial. Desde la Casa Blanca podrá lanzarse, si cumple sus promesas, a batallas con países vecinos como México, al que quiere obligar a sufragar el muro. México, vecino y hasta ahora amigo de EE UU, será el primero en la agenda del presidente Donald Trump.
El republicano ha desmentido a todos los que desde hacía medio año pronosticaban su derrota. Ha derrotado a los Clinton, la familia más poderosa de la política estadounidense en las últimas tres décadas, si se exceptúa a otra familia, los republicanos Bush, que también se oponían a él. Se enfrentó al aparato de su propio partido, a los medios de comunicación, a Wall Street, a las grandes capitales europeas y latinoamericanas y a las organizaciones internacionales como la OTAN.
Su mérito consistió en entender el malestar de los estadounidenses víctimas del vendaval de la globalización, las clases medias que no han dejado de perder poder adquisitivo en las últimas décadas, los que han visto cómo la Gran Recesión paralizaba el ascensor social, los que asisten desconcertados a los cambios demográficos y sociales en un país cuyas élites políticas y económicas les ignoran. Los blancos de clase trabajadora —una minoría antiguamente demócrata que compite con otras minorías como los latinos o los negros pero que carece de un estatus social de víctima— han encontrado en Donald Trump al hombre providencial. También la corriente racista que existe en el país de la esclavitud y la segregación halló en Trump un líder a medida.
Trump pronosticó durante la campaña un Brexit multiplicado por cinco, en alusión a la decisión de Gran Bretaña, en referéndum, de salir de la Unión Europea. Y se ha cumplido. La furia populista a ambos lados del Atlánticoconsigue así su mayor victoria. El golpe se dirige a las élites estadounidenses y globales. Y es una prueba de que tiempos de incertidumbre son el caldo de cultivo idóneo para los líderes con los sensores para identificar los temores de la sociedad y con un mensaje simplificador que identifique al enemigo interno y externo.
Los interminables escándalos, reales o inventados, de Clinton lastraron su candidatura. Pocos políticos se identificaban tanto con las élites como ella. A fin de cuentas, es la esposa de un presidente y EE UU, una república fundada contra las dinastías, ya tuvo suficiente con los presidentes Bush padre e hijo.
Los estadounidenses querían probar algo distinto, y en un año de cambio, después de ocho con un demócrata en la Casa Blanca, no había candidato más nuevo que Donald Trump. Ninguno representaba mejor que él un puñetazo al sistema, el intento de hacer borrón y cuenta nueva con la clase política de uno y otro partido. No importaron sus salidas de tono constante, ni sus mentiras, ni sus ofensas a los excombatientes, ni sus declaraciones machistas. No importó que EE UU tuviese un presidente popular del mismo partido demócrata, ni que la economía hubiese crecido a ritmo sostenido en los últimos años y el desempleo se hubiese reducido a niveles de plena ocupación.
La victoria del republicano deja una sociedad fracturada. Las minorías, las mujeres, los extranjeros que se han sentido insultadas por Trump deberán acostumbrarse a verlo como presidente. También deja una sociedad con miedo. El presidente electo ha prometido deportar a los 11 millones de inmigrantes sin papeles, una operación logística con precedentes históricos siniestros. El veto a la entrada de los musulmanes vulnera los principios de igualdad consagrados en la Constitución de EE UU.
Su inexperiencia y escasa preparación alimentan la incógnita sobre cómo gobernará. Una teoría es que una vez en el despacho oval se moderara y que, de todos modos, el sistema de contrapoderes frene cualquier afán autoritario. La otra es que, aunque este país no haya experimentado un régimen dictatorial en el pasado, las proclamas de Donald Trump en campaña auguran una deriva autoritaria.
Hay momentos en los que las grandes naciones dan giro brusco. Cuando se trata de Estados Unidos de América, el giro afecta a toda la humanidad. El 8 de noviembre de 2016 puede pasar a la historia como uno de estos momentos.
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