A quemar otra vez el mesón
Ante mi reciente denuncia aquí de que ya perdimos a Costa Rica, miles de ciudadanos genuinos, de los que de verdad aman a su patria, elevaron con alarma su clamor por una solución que nos permita recuperarla de las mafias que la secuestraron.
Yo les digo a esos compatriotas que solución hay, siempre la hay, pero en nuestro caso cada vez más remota porque se trata de una lucha muy desigual contra fuerzas que se instalaron aquí con la complicidad de costarricenses que traicionaron a su patria a cambio de dinero fácil.
Esas mafias que hoy nos invaden por aire, mar y tierra giran no sólo en torno de la droga, que tiende a ser la más poderosa por el nivel de producto y carteles involucrados, sino además de otros negocios igualmente turbios en los que media el dinero mal habido de las apuestas ilegales, lavado, corrupción política, tráfico de órganos, turismo sexual, contrabando, evasión de impuestos, trata de blancas y toda una gama infinita de delitos.
Esas fuerzas son las que han convertido la Suiza centroamericana que alguna vez fuimos, en la Sicilia del siglo XIX, donde las mafias han encontrado techo, abrigo y pan para delinquir a sus anchas ahora con la tecnología más moderna a su alcance, sicarios al por mayor, influencias por doquier y toda la plata del mundo para callar bocas y desviar miradas.
El resultado es más que patético: bandas que se pasean hoy por nuestro país gozando del privilegio de bufetes de abogados que se prestan para el negocio turbio; de políticos que se hacen de la vista gorda a cambio de dinero para sus euforias electorales; de burócratas que choricean ciudadanías, cédulas, permisos y pasaportes; de bancos con cuentas cuestionables y de “matrimonios” montados a la medida de sus intereses espurios.
¿Cómo detener entonces a ese enemigo que somos nosotros mismos? ¿Cómo cortar esa desenfrenada ambición nuestra por el dinero cochino? Ese es en realidad el gran adversario que nos derrota, la codicia, por lo que para ganar esta guerra tenemos que empezar por pelearnos en el cuadrilátero de la moral contra nuestros propios demonios.
Porque no es necesario que las mafias asesinen todos los días para darnos cuenta de sus niveles de criminalidad. Ésta también se hace evidente a través de la sutileza con que aquellas van tendiendo sus tentáculos hasta alterarlo y deformarlo todo: el valor de las propiedades, el tipo de cambio, los salarios, la construcción, la “dolarización”, los precios, la inflación, los negocios y la economía en general, engordando una peligrosa burbuja.
Se trata de mafias que aquí han ido avanzando hacia uno de sus principales objetivos: la conquista del poder político a través de comprar jueces para pervertir la justicia en su favor; financiar campañas electorales; influir en diputados para tenerlos siempre de su lado; infiltrar a la policía y hasta coquetear con presidentes de la república prestándoles aviones para que se igualen a sus colegas de países ricos que sí los poseen.
Pero sus ramificaciones obviamente no acaban ahí: también se extienden al deporte mediante la inversión en equipos de fútbol, entre otros; seduciendo jugadores, abriendo tiendas y almacenes, ostentando jets, autos y yates; adquiriendo edificios, hoteles y restaurantes, y derrochando en viajes, joyas y lujos. Es decir, en todo lo que les sirva para blanquear su dinero maloliente ahí donde uno menos piense.
Todo esto, desde luego, exacerbado por una sociedad de consumo insaciable que se mide a sí misma por los bienes materiales que posee, y que no parece para nada dispuesta a ceder terreno ni a cambiar de actitud, fenómeno éste del que nadie escapa, ni los gobiernos supremos, ni los grandes líderes, ni la Iglesia, responsables todos hoy de hacer añicos el respeto a la autoridad, al derecho y a los valores más elementales.
En el caso particular nuestro, estamos pagando el precio de una paz ociosa que, en vez de lubricarla, enriquecerla y cuidarla como nuestro mayor bien histórico, se la servimos en bandeja y como bocado de cardenal a los capos de la violencia y el crimen al punto de volverla en contra de nosotros mismos.
Claro que todos quisiéramos una salida pacífica a esta pérdida de soberanía, libertad y honor que sufre la patria, pero dadas las circunstancias y el perfil de un enemigo siniestro que asuela el orbe, es utópico y hasta irrisorio pensar en una opción así. Nos agarró tarde. Es como si don Juan Rafael Mora se hubiera cruzado de brazos ante la intrepidez invasora de William Walker y sus filibusteros.
Ante la clase de adversario que tenemos encima, sólo nos queda extirparlo de cuajo por la fuerza así nos cueste un ojo de la cara pues, de otra manera, nadie lo va hacer por nosotros. La prioridad nacional es otra vez, al igual que en 1856, prenderle fuego al mesón, pues de lo contrario quedaremos de por vida a merced de ese moderno Leviatán.
Y quemar el mesón significa que cada uno de los costarricenses auténticos se convierta en su propio soldado denunciando al enemigo, recapacitando con valentía ante la tentación del dinero criminal y exigiéndole al gobierno prioridad absoluta contra esos mercaderes de la patria, estén donde estén, y así haya que sacrificar otras cosas con tal de redoblar el gasto y la acción policial.
Y quemar el mesón significa, además, regresar a la fecunda labor que nos ayude a crecer como personas dignas; creer en el desarrollo sano y próspero de la nación a base de ser más intensos y productivos; convencer a la mejor gente nuestra de que salga ya de su zona de confort a dar lo mejor de sí al país, y utilizar con sabiduría a los niños como nuestro mejor recurso humano para reconquistar la Costa Rica fortalecida con que muchos soñamos.
¿Quién agarra esa antorcha?
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