Un Mensaje a la Conciencia
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«Si no vienes con nosotros a la iglesia, tampoco saldrás a jugar —le advirtió con severidad Edward Simón a su hijo de diez años—. Nosotros vamos a la celebración del Día de la Madre.» Pero en lugar de acatar la advertencia, el niño alzó una pistola y vació el cargador sobre sus padres, matando al padre e hiriendo de gravedad a la madre. Frente a otra iglesia, después de la celebración del Día de la Madre, Fannie Watson, de setenta años, no bien subió a su automóvil cuando recibió varios balazos en el pecho. Percy Washington la había confundido con su esposa, a la que tenía la intención de matar ese día, y baleó a la señora Watson por equivocación. Fue un trágico Día de la Madre para dos pueblos, dos iglesias y dos familias. Estos dos delitos sorprendentes, ocurridos en el Día de la Madre, nos llevan a reflexionar sobre el valor de las tradiciones religiosas. ¿De qué sirve, para muchas personas, celebrar ciertas fiestas religiosas? El Día de la Madre, el Día del Padre, la Navidad, la Semana Santa, Pentecostés, Corpus Christi, Yom Kippur, Rosh Hashana, Ramadán, el Día del Dragón o del Cangrejo, ¿qué significado tienen en lo profundo del corazón de quienes los celebran? Cuando la religión convierte una ocasión en una celebración y nada más, puede llegar a volverse ella misma un instrumento de muerte y no de vida, sobre todo en los casos en que ofrece la excusa perfecta para organizar una juerga y emborracharse. ¡Quién sabe cuántos, en medio del desenfreno de tales fiestas, han cometido actos de los que se han arrepentido y que han ansiado poder borrar de su memoria y de sus antecedentes penales! Pero aun en los casos en que las consecuencias de esas celebraciones son menos funestas, cuando se llevan a cabo con motivo de tradiciones religiosas como las del cristianismo histórico, en nombre de Dios, nos recuerdan las palabras de Jesucristo a los fariseos y maestros de la ley de su época: «Así por causa de la tradición anulan ustedes la palabra de Dios. ¡Hipócritas! Tenía razón Isaías cuando profetizó de ustedes: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me adoran....”»1 Es que Cristo no vino a ofrecer una nueva religión, organizada y jerarquizada, con liturgias, ceremonias, fiestas y tradiciones para las que habría que establecer nuevos días festivos. Al contrario, Él vino a ofrecer su vida misma para salvar la nuestra, y su espíritu para reanimar el nuestro. Lo que cada uno de nosotros necesita con urgencia no son celebraciones muertas sino a ese Cristo vivo, que está dispuesto a reinar en el corazón de todo el que lo honre no sólo con los labios sino con su vida entera. | |||||||
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