domingo, 31 de marzo de 2013

HOY DOMINGO 31 DE MARZO 2013 SORTEO DE LOTERIA NACIONAL NUMERO 4230 QUEDA PARA EL 7 DE MARZO 2013

HOY NO HUBO SORTEO LOTERIA HASTA EL DOMINGO 7 ABRIL GRACIAS

Un Mensaje a la Conciencia Video | Audio 30 mar 13


Un Mensaje a la Conciencia
30 mar 13
de nuestro puño y letra
CRÍMENES PASIONALES
por Carlos Rey

En el puerto de El Grove en Pontevedra, España, vivía un sacerdote llamado Meco que tenía la mala costumbre de portarse con las mujeres como si no hubiera hecho votos de celibato. El tal Meco piropeaba a cuanta mujer le caía bien, y hacía caer en su trampa a las señoras que eran fácil presa de sus galanteos y hasta a algunas que no lo eran.
Cierto día el padre Meco perdió los estribos y forzó a una mujer. Las compañeras de la víctima, al enterarse, hicieron causa común y salieron en persecución del descarado clérigo. Cuando le dieron caza, lo ajusticiaron ahí mismo. Según cuenta la crónica, lo colgaron de una higuera, pero hay quienes insisten en que lo colgaron de un campanario. De cualquier manera, de una vez por todas acabaron con la galantería y con la vida vergonzosa del sacerdote.
Los vecinos del lugar frustraron todo intento que se hizo por averiguar quién fue el autor del crimen, pues se confabularon y, cada vez que los interrogaban, respondían: «Lo matamos todos nosotros.» Con eso impidieron que concluyera satisfactoriamente la investigación.1
En el caso de la muerte de Meco hubo dos grupos de personas interesadas. Mientras las unas impedían que llegara a saberse oficialmente quiénes eran los autores del crimen, las otras se morían de las ganas por saberlo. De ahí que surgiera el dicho: «¿Quién mató a Meco?» Las consumía una curiosidad natural, lo cual no tiene nada de extraño. Ante un crimen pasional como ese, lo que sí nos extrañaría es que se mostraran indiferentes. Siendo así, ¿por qué será que hay tantas personas que desconocen el crimen pasional más grande que jamás haya perpetrado la humanidad? ¿Acaso no es eso lo que sucedió cuando Jesucristo, el Hijo de Dios, murió por nuestros pecados, colgado en una cruz? Al fin y al cabo, ¿quién mató a Jesús? Esa es la pregunta que exige respuesta.
Tal vez la razón por la que tantos evitamos encarar esa pregunta es que la respuesta nos señala a nosotros mismos. Al igual que los vecinos de Pontevedra, debemos responder: «¡Lo matamos todos nosotros!», sólo que en el caso de ellos no era necesariamente la verdad, mientras que en el nuestro sí lo es. Cuando San Pedro acusó a los judíos de matar a Jesús, crucificándolo por medio de hombres malvados,2 en cierto sentido nos estaba señalando a la vez a nosotros, pues fueron los pecados nuestros, junto con los de la humanidad de todos los tiempos, la causa fundamental de su muerte en la cruz.
Sin embargo, si bien es cierto que los autores del crimen de la Pasión de Cristo somos nosotros, el Autor intelectual de esa Pasión es Él. Nosotros dimos el golpe mortal, eso sí, pero fue Cristo quien dio el golpe de gracia; pues fue por su gracia que a todos nosotros que lo matamos nos salvó de la condenación de ese crimen que Él sabe que cometimos3 y que por lo tanto no tenemos que ocultar.

1Gregorio Doval, Del hecho al dicho (Madrid: Ediciones del Prado, 1995), p. 50.
2Hch 2:22‑23
3Ef 2:8

Un Mensaje a la Conciencia Video | Audio 29 mar 13


Un Mensaje a la Conciencia
29 mar 13
de nuestro puño y letra
EMBRIAGADO DE AMOR
por Carlos Rey

Yo pequé, mi Señor, y tú padeces;
yo los delitos hice y tú los pagas;
si yo los cometí, ¿tú qué mereces,
que así te ofendan con sangrientas llagas?
Mas voluntario, tú, mi Dios, te ofreces;
tú del amor del hombre te embriagas;
y así, porque le sirva de disculpa,
quieres llevar la pena de su culpa.
Pues en los miembros del Señor, desnudos
y ceñidos de gruesos cardenales,
se descargan de nuevo golpes crudos,
y heridas de nuevo desiguales:
multiplícanse látigos agudos
y de puntas armados naturales,
que rasgan y penetran vivamente
la carne hasta el hueso transparente.
Hierve la sangre y corre apresurada,
baña el cuerpo de Dios y tiñe el suelo,
y la tierra con ella consagrada
competir osa con el mismo cielo;
parte líquida está, parte cuajada,
y toda causa horror y da consuelo;
horror, viendo que sale desta suerte,
consuelo, porque Dios por mí la vierte.
Añádense heridas a heridas,
y llagas sobre llagas se renuevan,
y las espaldas, con rigor molidas
más golpes sufren, más tormentos prueban;
las fuerzas de los fieros desmedidas
más se desmandan cuanto más se ceban;
y ni sangre de Dios les satisface,
ni ver a Dios callar miedo les hace.
Alzan los duros brazos incansables,
y el fuerte azote por el aire esgrimen,
y osados, más y más inexorables,
braman con furia, con braveza gimen:
rompen a Dios los miembros inculpables,
y en sus carnes los látigos imprimen,
y su sangre derraman, sangre digna
de ilustre honor y adoración divina.
Estos apasionados versos son de la inspiración del poeta español Fray Diego de Hojeda, que residió en el Perú casi toda su vida entre los siglos dieciséis y diecisiete.1 En ellos proclama que el terrible sufrimiento de la pasión de Cristo es también la más terrible injusticia. Quienes debiéramos sufrir somos nosotros, y sin embargo es Aquel que jamás pecó, el Señor Jesucristo, quien padece la más cruel tortura en la cruz del Calvario. Embriagado de amor por nosotros, Cristo mismo se ofrece voluntariamente porque quiere llevar la pena de nuestra culpa. ¡Es realmente insuperable esa figura del Hijo de Dios embriagado de amor por la humanidad perdida!
Fue Isaías quien primero anunció ese martirio que iba a sufrir Cristo, el ungido de Dios. No seamos culpables, como predice el profeta, de despreciar y rechazar a ese «varón de dolores, hecho al sufrimiento».2 Aceptemos más bien el precio supremo que pagó para salvarnos, y digámosle: «¡Gracias, Señor, porque padeciste por mis pecados y porque, embriagado de amor por mí, quisiste llevar la pena de mi culpa!»

1Fray Diego de Hojeda, La Cristiada (Sevilla, 1611), citado en Orlanzo Gómez Gil, Historia crítica de la literatura hispanoamericana desde los orígenes hasta el momento actual (New York: Holt, Rinehart & Winston, 1968), pp. 95‑98; Diccionario Enciclopédico Sopena, Tomo II, «Hojeda, Diego de» (Barcelona: Editorial Ramón Sopena, 1978), p. 1178.
2Is 53:3

Un Mensaje a la Conciencia Video | Audio 28 mar 13


Un Mensaje a la Conciencia
28 mar 13
MATRIMONIO POR CONVENIENCIA
por Carlos Rey

En este mensaje tratamos el siguiente caso de una mujer que «descargó su conciencia» de manera anónima en nuestro sitio www.conciencia.net, autorizándonos a que la citáramos:
«Me casé con un joven de veintiséis años.... Nos casamos para irnos a vivir a [otro país].... Íbamos [a conseguir] una visa de trabajo a través de mí.... Hace poco me dejó... y luego descubrí que él planeó casarse conmigo porque yo le conseguiría sus papeles.
»Ahora vive con otra mujer.... ¿Cómo es posible que un hombre sea tan malo y despiadado en casarse sólo por conseguir algo...? Nunca me amó, y yo me enamoré de él como una estúpida y ahora sufro porque mi matrimonio fue sólo una mentira.... ¿Cómo es que existen hombres así tan malos? ¿Alguna vez pagan por lo que hacen?»
Este es el consejo que le dio mi esposa:
«Estimada amiga:
»¡Lamentamos mucho el dolor que está sufriendo! Usted aprendió a las malas que los hombres no siempre son lo que aparentan. Casi todas las semanas nos cuenta su caso alguna mujer que se ha dejado engañar por un hombre que ella consideraba su príncipe azul. (Desde luego, las mujeres también pueden engañar a los hombres, pero eso parece ocurrir con menos frecuencia.)
»Casi de seguro hubo señales de advertencia que usted pudo haber percibido. Cuando un hombre miente, no se hace responsable de su conducta, o trata de dominar a una mujer, ella debe de inmediato ponerle fin a esa relación. Cuando al parecer él no la valora, no la considera o tiene ciertos vicios, ella debe negarse a volver a verlo. Pero por lo general ella se convence de que puede cambiarlo, o de que él la necesita tanto que no puede arreglárselas por sí solo. ¡Mentiras, engaño, manipulación!
»Usted pregunta cómo es que un hombre puede ser tan malo como para tratarla de ese modo. El apóstol Pablo explica que todos tenemos una “naturaleza pecaminosa”, es decir, pecado que habita en nosotros.1 A pesar de que a todos nos iría mucho mejor si siempre optáramos por hacer el bien en vez de pecar, Dios no nos obliga a ninguno de nosotros a que haga el bien. Al contrario, Él nos permite tomar nuestras propias decisiones. Pero a esas decisiones las acompañan ciertas consecuencias, y las malas consecuencias las sufren tanto los inocentes como los culpables. Por eso hay guerras, secuestros, homicidios y violaciones sexuales. Todos esos males son las consecuencias de decisiones que alguien ha tomado....
»Usted también pregunta si los hombres malos han de pagar por lo que han hecho. La respuesta es que todos algún día moriremos y luego se nos juzgará por el mal que hayamos hecho. Los que le han pedido perdón a Dios, en el nombre de su Hijo Jesucristo, y han reemplazado el mal que hay en su corazón por amor, compasión y bondad, no tendrán que sufrir el castigo por sus pecados, porque Cristo tomó sobre sí ese castigo al morir en la cruz. Pero los que no han aceptado a Cristo ni han buscado el perdón de Dios serán castigados sin remedio.»
Con eso termina lo que Linda, mi esposa, recomienda en este caso. El caso completo, que por falta de espacio no pudimos incluir en esta edición, se puede leer si se pulsa la pestaña enwww.conciencia.net que dice: «Casos», y luego se busca el Caso 228.

1Ro 7:17,18

Un Mensaje a la Conciencia Video | Audio | Nuevo Caso de la Semana 27 mar 13


Un Mensaje a la Conciencia
Video | Audio | Nuevo Caso de la Semana
27 mar 13
de nuestro puño y letra
«COBRAR EL BARATO»
por Carlos Rey

Siempre ha habido personas que les dedican una buena parte de su tiempo a los juegos de azar. Y siempre ha habido espectadores en esos salones de juego, apostados alrededor de las mesas, que han experimentado de cerca la agonía y el éxtasis de los que están arriesgando el dinero. En la antigüedad se le llamaba «pagar el barato» a la costumbre de dar, como propina, una pequeña parte de las ganancias a los sirvientes y a esos mirones. Era como si se lo merecieran por haber hecho acto de presencia y nada más. Actualmente se sigue esa costumbre en los casinos, bingos y otras salas de juego, donde es casi obligado dar una propina al crupier, a los empleados del establecimiento e incluso a los compañeros de mesa y mirones, cuando la ganancia que se obtiene es grande. Pero en los casos en que alguien se gana la lotería, y sus allegados, sobre todo los que estuvieron presentes durante la compra del billete, piensan que el afortunado jugador debe compartir con ellos aunque sea una pequeña parte de sus ganancias, se supone que el que así procede lo hace de buena gana y no por obligación. En cambio, antiguamente ocurría que cuando un ganador no cumplía con aquella costumbre que ya se había arraigado en la cultura del juego, los defraudados acompañantes solían exigírselo hasta con amenazas. Algunos llegaban al extremo de contratar a matones que vivían de eso. ¡Era el colmo de la presunción! De ahí que se acuñara la expresión «cobrar el barato», que enfoca a la persona que predomina por el miedo que les infunde a otras.1
A pesar de que representan dos extremos de conducta, hay algo muy importante que tienen en común una sala de juego y la antesala de la cruz de Cristo. Así como abundan los espectadores en los salones de juego, también los hay ante esa escena de la cruz, en términos específicos, todos nosotros. Pero a diferencia del juego de antaño, no fue un juego sino una batalla lo que libró Cristo por nuestra alma al morir en nuestro lugar y así ganar la victoria sobre el mal. Y no fue al azar sino premeditada esa victoria, planeada desde antes que naciéramos. Y los espectadores que reconocemos que la aparente derrota es en realidad una singular victoria nos hacemos acreedores no a una propina de la ganancia sino a la ganancia entera. Cada uno de nosotros gana todo, porque Cristo no se queda con nada más que la satisfacción de haber ganado en favor de nosotros. Así Cristo nos desarma de cualquier razón para «cobrar el barato» y exigirle que nos pague del fruto de su victoria; al contrario, es Él quien nos busca para invitarnos a que la aceptemos.2 No nos exige que aceptemos la salvación del alma, que es lo que ganó; más bien, nos la ofrece con amor y nos trata de tal manera que, lejos de tenerle miedo, lo amemos de todo corazón.3

1Gregorio Doval, Del hecho al dicho (Madrid: Ediciones del Prado, 1995), p. 85.
2Ap 3:20
3Jn 3:16

Un Mensaje a la Conciencia Video | Audio 26 mar 13


Un Mensaje a la Conciencia
26 mar 13
de nuestro puño y letra
DOS VERSIONES ERRÓNEAS DE LOS HECHOS
por Carlos Rey

Durante los primeros veinte años del régimen del general Francisco Franco, las autoridades españolas se esforzaban por garantizar que ninguna frivolidad comprometiera la solemnidad de la celebración de Semana Santa. A eso se debía que se cerraran los quioscos, los comercios, las salas de fiestas, los cafés, los teatros y los cines. Entre estos últimos, sólo se permitía que abrieran sus puertas al público los que presentaban películas religiosas. Fuera de una de estas películas, la única distracción que quedaba era visitar los monumentos de las diferentes iglesias.
Año tras año, en Semana Santa, las calles de las ciudades, con muy poco tráfico automovilístico, se congestionaban de mujeres con mantillas y peinetas. En Barcelona esta reiterada costumbre dio pie a un caso embarazoso. El maquetista del reconocido diario La Vanguardia, a fin de ilustrar un reportaje, le pidió al encargado del archivo que buscara una fotografía de señoritas ataviadas a la forma tradicional. Éste logró encontrar una foto que correspondía al año anterior, y se la dio con el comentario: «Total, no hay diferencia.»
¿Cómo iban a saber esos dos dependientes «vanguardistas» que una de las muchachas retratadas había fallecido unos meses antes? ¡Pues por la llamada telefónica que a la mañana siguiente recibieron de parte de la indignada y dolorida madre de la difunta! Ya nos podemos imaginar la vergüenza que aquellos imprudentes empleados pasaron por semejante descuido, y la «fe de errata» que tuvo que publicar el desprestigiado diario.1
Lo cierto es que algo parecido, pero a la inversa y en escala mayor, ocurrió en los medios de comunicación dedicados a dar a conocer los sucesos de la primera Semana Santa. Según la historia sagrada, en el momento en que Jesucristo exhaló su último suspiro en la cruz, «la tierra tembló y se partieron las rocas. Se abrieron los sepulcros, y muchos santos que habían muerto resucitaron. Salieron de los sepulcros y, después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos.»2
En el caso de la señorita española, a causa de un error inadvertido que se difundió como una versión extraoficial, a la gente se le dio a entender que ella, que había muerto, aún vivía y deambulaba por las calles de Barcelona, lo cual no era cierto. En cambio, en el caso de Cristo y de los santos, a causa de un engaño intencional que se difundió como «la versión oficial», a la gente se le dio a entender que ellos, que también habían muerto, no habían vuelto a vivir ni a deambular por las calles de Jerusalén, lo cual tampoco era verdad.3 Lo cierto es que éstos sí resucitaron, y es por eso que hasta hoy en cada Semana Santa hay tantos creyentes que celebramos su muerte y resurrección, confiados de que así como aquellos santos resucitaron con Cristo, también nosotros viviremos con Él eternamente tal y como nos lo ha prometido.4

1Fernando Díaz-Plaja, Anecdotario de la España franquista (Barcelona: Plaza & Janés, 1997), pp. 252-53.
2Mt 27:51‑53
3Mt 28:11‑15
41Ts 4:14‑17; 1Co 15:51‑52

Un Mensaje a la Conciencia Video | Audio 25 mar 13


Un Mensaje a la Conciencia
25 mar 13
¿TEJIDOS BIOLÓGICOS O SERES HUMANOS?
por Carlos Rey

(Día del Niño por Nacer)
El juicio duró más de tres años. En todo ese lapso intervinieron, como siempre, defensores y acusadores. La prensa se interesó en el caso, y lanzó a los cuatro vientos todos los pormenores del juicio. Hasta que por fin el juez dictó la sentencia. «Que se entierren sin ninguna ceremonia religiosa», dictaminó. El juicio se realizó en Los Ángeles, California, en torno a dieciséis mil quinientos fetos humanos que un hombre mantenía en su casa, producto de otros tantos abortos.
Muchos ministros religiosos y autoridades cívicas pedían un sepelio, mientras que varias entidades feministas exigían un simple entierro o una incineración. «No son seres humanos —alegaban las líderes de estas mujeres—. No son otra cosa que tejidos biológicos indeseados.»
Este juicio conmovió la opinión pública en los Estados Unidos: en primer lugar, por la gran cantidad de fetos —producto de abortos provocados— que un solo hombre había juntado en menos de un año, dieciséis mil quinientos; y en segundo lugar, por el carácter o la categoría que se quería atribuir a esos fetos.
Ministros cristianos, junto con los miembros de sus respectivas iglesias, pedían que a los fetos se les considerara seres humanos completos, y por lo tanto dignos de honras fúnebres. En cambio, otras entidades, especialmente mujeres partidarias del aborto, se oponían enérgicamente a semejante funeral. Algunas de estas sociedades femeniles llegaron a decir, con sarcasmo: «Un feto producto de un aborto es como un apéndice, o como una vesícula biliar o como un trozo de intestino cortado.» Así como a nadie se le ocurriría celebrar un funeral por unos pedazos de tejido —sostenían ellas—, tampoco debía celebrarse un funeral por un feto.
Lamentablemente lo que sigue en tela de juicio es el carácter de la vida humana. A ninguna mujer sana que lleva un hijo en las entrañas se le ocurriría calificar a ese hijo que ya siente moverse en su vientre como simple «tejido biológico». Para esa mujer, al igual que para el hombre que lo ha engendrado, ese feto, esa vida, esa alma, es su hijo y no un simple trozo de tejido humano desechable.
Sin embargo, para muchas personas en la actualidad la vida humana carece de valor. Por consiguiente, fácilmente, con ligereza y sin conciencia, echan mano del aborto para ponerle fin a la vida de seres humanos que no desean.
Si esas pequeñas criaturas en gestación pudieran defenderse, con toda seguridad se valdrían de las palabras del salmista David y le implorarían a Dios: «Tenme compasión, Señor... un frío de muerte recorre mis huesos. Angustiada está mi alma... Vuélvete, Señor, y sálvame la vida; por tu gran amor, ¡ponme a salvo!... Libra mi vida, mi única vida, de los ataques de esos leones.»1

1Salmo 6:2,3,4; 35:17