Del corazón a la billetera
Si tuviésemos que medir la intensidad de nuestro amor a la patria entre el período de don Juan Rafael Mora y el de doña Laura Chinchilla, el resultado sería más que patético tras el episodio de la trocha fronteriza norte.
Mientras nuestros soldados de entonces nos ofrendaron su vida ante la inminente agresión a la soberanía, 156 años después traicionamos su gesta heroica no solo al descuidar un enclave estratégico del territorio (Isla Calero), sino también al saquear a mansalva la obra que nos reivindicaría de aquel horror.
Porque uno puede resignarse a ver con rabia e impotencia cómo se propaga en el país el fuego negro de la corrupción a partir de sus propios poderes supremos, pero de ninguna manera puede cruzarse de brazos ante lo que, más allá del dineral robado en la trocha, es una estocada a nuestra majestad soberana, infligida ahora por sus propios hijos, que más que hijos parecieran tan filibusteros como los de 1856, y tan facinerosos como los de 2010. Eso, señores, no es corrupción; es traición.
A esa trocha había que verla no como la gran piñata a reventar, sino como la mejor demostración de que a los desplantes del gobierno de Nicaragua, y a su histórica patología por la posesión del río San Juan, respondíamos con iniciativas pacíficas a tenor del tratado fronterizo vigente.
A falta de ejército, de fuerzas armadas y de despliegues militares ridículos, la trocha era la mejor arma para dar a nuestro tránsito fronterizo la fluidez que por el San Juan no tenía y, por ende, para abrir la zona de par en par al desarrollo paulatino y bien concebido en beneficio de sus habitantes y del resto del país.
Y como arma única que era, el gobierno y todos teníamos el deber patriótico de apoyarla y defenderla construyéndola sin importar el sacrificio que entrañara; a pico y pala, con las uñas y dando lo mejor de nosotros como si estuviésemos librando la más decisiva batalla contra la adversidad. Como en cualquier otra guerra, de modo que si para ganarla era necesario ofrecer nuestro brazo nervudo y hasta nuestra última gota de sudor, pues en buena hora había que decirle “presente” al país.
La trocha eran nuestras balas y fusiles para recordarle al vecino que aquí privilegiamos las ideas, la sensatez y el buen juicio, pero desdichadamente, muy lejos de eso, la única arma que al final del cuento salió a relucir, y que se disparó contra nosotros mismos, fue la del chorizo. ¡Le habíamos ahorrado la tarea al enemigo!
Nunca lo entendimos así pero la trocha es esa obra que debimos abrir los cuatro millones de habitantes como una lección de honor para decirnos a nosotros mismos “Estamos con vos Costa Rica”; pero al final acabamos inmolándonos y montándole el show a Nicaragua para que se riera, se frotara las manos y capitalizara la nueva munición para acusarnos aquí y allá. ¡Nos había salido el tiro por la culata!
Por eso no soporto la imagen del “vagoneterito” ofreciéndole a cualquiera, a mitad de precio, la carga de arena o piedra robada que nos pertenece como país. Y menos aún soporto la imagen de nuestros máximos jerarcas contradiciéndose entre ellos y siendo negligentes y evasivos ante la opinión pública para no asumir su cuota de vergüenza.
Tengo para mí que don René Castro es lo más decepcionante que nos ha podido pasar como país. Desde el inicio se equivocó como canciller con su actitud medrosa ante las pretensiones de Nicaragua con Calero, y se equivocó de nuevo ahora como ministro del Ambiente al no mover un dedo para evitar la masacre ambiental causada a lo largo de la trocha de marras. Es el mismo ministro que ahora parece apoyar otra barbaridad: la refinería china. Don René ¿cuánto quiere usted a Costa Rica?
Porque una vez más, y pese a la magnitud del daño ocasionado por esta banda detrochamundos, no hay culpables. Una vez más, la impunidad enarbola su estandarte. Nadie vio ni sabe nada, y siempre interponen una excusa para todo. Los funcionarios sospechosos, si acaso, habrán sido suspendidos con goce de salario, treceavo mes, vacaciones, incapacidades y días libres.
Ahora no nos queda más que, a manera de consuelo, prepararnos para ver la gran caravana de comisiones de ética y moral que se crearán para investigar la atrocidad, y prepararnos también para verlas desaparecer de la misma manera como nacerán, es decir, a los acordes de la farsa que han sido, son y serán.
¡De fusilarlos a todos! O ¿no?
Por lo demás, la imagen de la trocha es dantesca. Lejos de ser una vía trazada siguiendo los más elementales estándares de ingeniería y protección ambiental, y, en todo caso, del sentido común, es una herida profunda al corazón de la naturaleza, al buen gusto y al honor patrio.
Las curvas y pendientes han sido hechas con mano criminal. Cero noción ecológica de nada. Cero profesionalismo. Cero sensibilidad hacia nuestra belleza y riqueza naturales. La maquinaria de la ambición se ha encargado una vez más, con sus dragas, fauces y cuchillas, de devastar en un santiamén parajes vírgenes que aún olían a principio del mundo.
Ya sabemos que este monumental horror empezó con el chorro abierto de millones de colones para financiar la vía, que seguirá quizás con el de la madera semi oculta a lo largo de kilómetros de vía a la espera del respectivo desguace, y no sabemos si, para rematar, acabará con la venta masiva de propiedades a especuladores que querrán hacer su agosto a la luz de la franja de oro que, a no muy largo plazo, surgirá a la vera del San Juan con el canal interoceánico que planea construir Nicaragua y toda su infraestructura naviera, comercial y turística alrededor.
Duele decirlo pero en los últimos 156 años de historia hemos cambiado la patria que llevábamos en el corazón, por La Patria S.A. que llevamos también muy dentro… pero de la billetera.
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