lunes, 30 de julio de 2012

El conflicto patriótico en la frontera norte (Carta abierta a los líderes sindicales)



 
   Desde que hace unos meses el ejército de Nicaragua incursionó o invadió una parte de Isla Calero se ha desatado una tormenta que arrecia o amaina, dependiendo de los intereses de los respectivos gobiernos de ambos lados de la frontera, porque para nadie es un secreto que el conflicto fronterizo se ha utilizado desde hace tiempo como una cortina de humo para desviar la atención de otros problemas internos de mayor relevancia que atañen a ambos países.
 
   Pero el trasfondo del “affaire” ya no se puede ocultar, como no se tapa el sol con un dedo. Las recientes noticias de la aprobación casi unánime por parte de la Asamblea Nacional de Nicaragua del proyecto de construcción de un Canal Interoceánico, así como las obras de infraestructura paralelas, tales como el aeropuerto de Greyston San Juan del Norte, entre otras y el desarrollo que dichas obras conllevaría en los próximos años, evidencian lo que ya otros indicios, (como la reducción de la entrada de nicaragüenses), venían anunciando: la recuperación económica de la vecina república.
 
   El gobierno del señor Ortega tiene todos los motivos que no tiene el de la señora Chinchilla para estar contento y optimista. Independientemente de la resolución que dicte el Tribunal Internacional de la Haya, ese sueño casi “utópico” de la construcción del un Canal Interoceánico, alternativo y competencia del de Panamá, está a punto de hacerse realidad en el país vecino. Y uno se pregunta si no deberían ser los costarricenses participes de dicha alegría.
 
   El desbordante entusiasmo de los gobernantes nicaragüenses les hace barajar una cifra cercana a los 600.000 puestos de trabajo, que se crearían en el país durante los próximos 10 años. Sin ser partícipes de su optimismo, ¿podríamos reducir la cifra a 250.000?
   ¿Qué significaría para Costa Rica o para su economía la falta de esos 250.000 trabajadores nicaragüenses?, los cuales ya no tendrían que optar por la migración legal o ilegal, al disponer de trabajo en su propio país.
 
   La preocupación, me consta, se respira en la atmósfera de nuestros círculos de poder. (La ministra Anabel González suspira, con cierto disimulo, por la aprobación de esos tratadillos comerciales que se retrasan en la Asamblea Legislativa) De hecho, ya se habla en los medios afines a su ideología, de la reducción del flujo migratorio; con cierta sorpresa, e incluso algunos representantes de muchos partidos políticos sopesan el tema en los foros donde participan, evidenciando su preocupación sin externar el alcance, es decir, sin insinuar siquiera lo que es la clave de mi argumentación. Hasta ahora, el discurso oficial era posicionarse contra la migración excesiva, ilegal o desordenada, para lo cual se creó una nueva Ley de Extranjería que, quién sabe, si en estas circunstancias va a ser necesario aplicar o no.
 
 
   Después del terremoto de Managua, en 1972, comenzó para Nicaragua un largo periodo de vacas flacas, que continuó con la guerra civil contra la dictadura de los Somoza; más tarde, con el posterior triunfo de la Revolución Sandinista y, finalmente con el largo periodo de hostigamiento económico y militar por parte de los USA, desde el segundo día, cuando Jimmy Carter abandonó su presidencia y, posteriormente, Ronald Reagan lo apostó todo a favor de la “contra” para destruir el proceso revolucionario. Esas circunstancias históricas provocaron un masivo flujo migratorio, que se dirigió principalmente hacia Costa Rica, donde se les dio refugio y residencia por razones humanitarias.
 
   Lejos de pensar que esa “invasión humanitaria” provocaría el caos en un país tan pequeño, la realidad fue bien distinta. En un principio, con la ayuda internacional y después con la paulatina integración laboral, la situación se normalizó satisfactoriamente. En especial para la economía de la clase dominante, que vio como esa presencia era un importante factor de distorsión, que afectaba en la reducción de los salarios del resto de los trabajadores costarricenses.
 
   Lo que en un principio se ofreció por razones humanitarias, se convirtió a la postre en interesadas razones económicas. La clase empresarial no quiso o no necesitó ser muy innovadora y, aprovechando esa competitividad regalada por la coyuntura, apostó todo a una economía de exportación que esa masa laboral extranjera y, en muchos casos ilegal, les permitía. Eran momentos de euforia, donde los tigres asiáticos se mostraban como un paradigma nefasto para Costa Rica, si tenemos en cuenta que nacieron en un ambiente de violación permanente de los derechos laborales y humanos.
 
   La estrechez de miras de nuestra oligarquía no contempló, a pesar de su catolicismo recalcitrante, que  después de los siete años de vacas flacas vienen los otros siete… en los que aparece adentrarse la Nicaragua del odiado y arcangélico, según se mire, Daniel Ortega.
 
   Todo el conflicto “patriótico” de la frontera norte tiene ese trasfondo. En su desesperación, los amos de la patria orquestan toda una campaña diplomática y mediática para tratar de retrasar lo que es inevitable y tachan de antipatriotas a los que no secundan con ardor su sainete, sean estos sindicalistas o ambientalistas. Desde nuestra trinchera, cada vez que hay una nueva manifestación condenando la mala situación económica, denunciando la corrupción y defendiendo las conquistas sociales y sus instituciones, también recurrimos a insultos tales como antipatriotas o “vendepatrias”, dirigidos a esos políticos que cada día nos representan menos.
 
   Parece llegado el momento de reconocer sin aspavientos la dualidad de la patria. Aceptar la realidad de esas dos patrias que transitan caminos paralelos cuando no totalmente divergentes; dos patrias con intereses inconciliables que solo se sienten unidas cuando juega la “Sele”. Dos patrias que no parecen condenadas a entenderse con las reglas actuales del juego.
 
    Todo este discurso caudaloso como el río San Juan o el Colorado, nos lleva a las arenas pantanosas de TLC que se negocia con Colombia. Alguna cabeza pensante y maquiavélica, del entorno de la presidenta, ha sacado una chistera para que de ella, la señora Chinchilla se saque un tramposo conejo. El señor Santos, presidente de Colombia, llega a Costa Rica a la carrera con otro maravilloso y ventajoso TLC, condicionado a que se les retire la visa de ingreso vigente a todos los ciudadanos colombianos. Sería quizás la primera vez en la historia reciente donde se incluyen solapadas cláusulas migratorias en un tratado comercial; el presidente Santos lo califica de "estándar", cuando ninguno de los tratados que Colombia tiene con casi todos los países de América, a excepción de Belice, Las Guyanas, Nicaragua y Panamá contempla algún tipo de requisito parecido.
   Nos dice una presidenta, con cada vez menos crédito, que esa es la condición que impone el presidente colombiano, para que unos pocos ciudadanos honestos puedan venir a Costa Rica  a hacer sus “negocitos”.
 
   ¿Por qué tanto sacrificio -todo un TLC- para unos pocos ciudadanos? ¿No será que esa condición pactada no le interesa tanto a Colombia como interesa a nuestra oligarquía, acorralada por las circunstancias?
 
  Nos preguntábamos, al principio, cómo afectaría a la economía del país la fuga de tantos nicaragüenses: pues bien, una de las consecuencias de ésta sería que los trabajadores de Costa Rica verían por fin (después de un largísimo periodo de vacas gordas para los empresarios) cómo se recuperarían sus salarios.
 
   Y, con salarios justos, tendríamos que pensar inevitablemente en otro modelo de desarrollo. Sin mano de obra a la que explotar, se acabaría, por ejemplo, la contaminante agroindustria que tan poco beneficia al país, y quedarían miles de hectáreas de tierra en desuso que, al ponerlas al servicio de la soberanía alimentaría, mejorarían nuestro poder adquisitivo, al tiempo que los mejores salarios en la construcción pondrían orden en el depredador sector inmobiliario. El retorno de miles de guardias de seguridad y empleadas domésticas dejaría vacantes esos puestos para los costarricenses y se alcanzaría el pleno empleo. ¿Se imaginan lo que esto significaría para un pequeño país del tercer mundo? Un nuevo paradigma.
 
   Pero dejémonos de soñar. La “condición” migratoria del Tratado de Libre Comercio deja la puerta bien abierta… para que por ella entren tantos colombianos como nicaragüenses se vayan. Colombianos campesinos, pobres y humildes, procedentes de la masa de desplazados por el persistente “conflicto” colombiano; para quienes reemplazar a los nicaragüenses sería toda una bendición.
 
    Ese parece ser el panorama y ésta la nueva trinchera con la que debemos defender “Nuestra Patria”; no la que cínica e hipócritamente ensalzan y exprimen los Arias, los Liberman, los Herrero, Garnier y compañía.
 
    Hoy, más que nunca, “NO A ESE TLC”
                       
                                                      ValentÍn DÍaz Gutiérrez

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